El silencio grita

El lugar era pequeño. Para mí, era la casa de una extraña, o al menos eso creí sentir. Reconocí sus cosas, la ropa colgada en el placard, alguna que alguna vez fue mía, hecha por ella, y que al desprenderme hace años ella se quedó. Aun seguía usando las camisas a cuadros que me hizo hace 20 años, y ese sweater multicolor que a ambas nos quedaba con las mangas cortas.

Tal vez me estremeció reencontrar el costurero, así como ver sobre la pequeña cama de una plaza el bolso de ropa que volvió de la clínica hace cuatro meses y así quedó. El pijama, las medias viejitas pero suaves que le presté para que estuviera cómoda, el desabille de polar que le regalé cuando las cosas andaban bien entre nosotras, todo tenía el olor de la ropa a medio usar que aún admite otra postura. La cartera estaba deformada de tantas cosas que había tenido adentro tantos días; allí estaban mis auriculares naranja de la Alhambra y el paquete de Maná de limón qué compré en el Carrefour a última hora porque no pasaba la comida. Todo estaba allí.

Rescatamos los potus limon moribundos de sed, y de milagro los malvones abandonados del balcón estaban llenos de flores, gracias a la regadera de la lluvia.

Entonces me detuve en la sala, y vi mi foto de 5 años con cara de sueño quitándome la plasticola seca de los dedos. Según ella, esa foto fue tarde una noche y me reflejaba. Había otras fotos conocidas y una de nosotros tres con ella, ella volcada hacia nosotros tres, que yo no recordaba. Un brazo apenas asomaba sobre su hombro… Y me di cuenta que era una de esas fotos de familia que ofrecen tomarte cuando subis al catamarán del Tigre, y que a veces por compromiso uno compra. Ese hombro era mi papá, ella lo había recortado. Su actitud en la foto era dejarlo fuera, alejarlo de nosotros, y finalmente, tijera en mano, lo había conseguido.

Aguce la vista y reconocí la mesita de caña y vidrio que ella tenía en mente hace más de 20 años, cuando planificaba conmigo la separación. Los sillones de mimbre hacían juego, pero la mesita… «Voy a poner una mesita de caña con vidrio cuando nos mudemos al departamento y lo dejemos solo. Se va a desesperar y le van a desvalijar la casa. Le voy a hacer vender el auto porque se que lo adora y le va a doler». Y mi voz de niña preadolescente se le enfrentaba: «vos no tenes dignidad, salir de abajo de un techo de el para meterte en otro de el, conseguite un trabajo y que sea en un lugar chiquito pero tuyo»; «Ja!» (despectiva como siempre, contestó así), «no le va a sacar el techo a sus hijos». Ahi estaba la mesita. Se la compró nomás.

Ella nunca supo que tanto planeaba conmigo que yo tenía mis propios planes: con ningúno de los dos. De alguna manera lo lograría, alguien me recibiría. «Me da miedo que Martín se quiera quedar con él» decía. Nunca pensó que podía ser yo la que la abandonara a ella.

Sin embargo eso no sucedió. Ella no tuvo agallas y quedó en plan durante 20 años. Se ve que tenía la idea fija clavada en la cabeza, la mesita era la prueba. Pero un día se fue, y yo determiné que hasta allí llegaba: era ella o yo. Me saturó con sus egoísmos y su capacidad destructiva. Pero aunque ella se encargó de decirle a todo el mundo que yo la había abandonado, Dios sabe que no fue así: a mi me dijo entre angustia y con susto «me voy a morir». No recuerdo si me dijo algo más. Hicimos el último viaje juntas, pase a verla y luego se durmió como atinó a pedir Santiago.

Dicen que perro que ladra no muerde y que un gesto vale más que mil palabras. Aprendí a callar. Yo era profesora de historia y mayor de edad, pero ella (y en eso mi papa es igual) sabía más historia que yo, y debia aleccionarme para votar correctamente. Tambien mi gusto en la cocina y en tejidos eran una porquería. Aprendí a ocultarle mis logros para que no los demoliera con su envidia ni se vengara. Aprendí a esperar en silencio la conjunción entre día de sol, lavarropas libre y ella fuera de casa para lavar mi ropa sucia acumulada en el placard, con tal de que no tuviera nada que echarme en cara. Aprendí demasiadas cosas, a ser invisible. Igual fracasé cuando en la clínica le dijo a todos por teléfono que tanto cuidó de nosotros que ahora merecía que la cuiden. Recordé cuando me echó en cara que me había cambiado los pañales cagados. Esa noche llegue a casa y lloré.

Un día tras tanto ladrar, tiro el tarasconcito: se mudó, compro su mesita largo tiempo soñada y lo recortó a mi papá de la foto. Pero no logró que sus dichos se realizaran: todos se sorprendían cuando me veían allí, «no era que no se ocupaba de la madre?» Y yo estaba ahí en silencio, no tenía por qué explicar nada ni desdecir nada. Mis hechos hablan por mi… Ya aprendí que así es, que nada de lo que diga tendrá valor. Esta bien, como siempre yo me callo, pero el silencio grita.

Racconto de un 2017 sorprendente

«No he obtenido nada de lo que había pedido, pero he recibido todo cuanto había esperado. Mis plegarias informuladas han sido escuchadas, y hoy soy, entre los hombres, el más ricamente colmado»

La cita la recordaba de un texto de la parroquia. Hace días daba vueltas en mi cabeza, en ese ejercicio inevitable de hacer un cuasi-balance de fin de año. Es que para mí, al menos en apariencia, sucedió en el 2017 lo mismo que al autor de la cita. Yo había propuesto un montón de cosas para el año, había hecho planes, y esperaba que las cosas salieran de determinada manera. Y resultó que en muchos casos, las cosas salieron al revés, o no salieron. Esto no quiere decir que sea malo, al contrario. Las cosas salieron tal y como yo las necesitaba, y por ello, este fue un año realmente sorprendente. ¿En concreto? Aquí vamos.

Capítulo 1: mi verano perdido (o de cómo cortar y soltar)

Empecemos por el principio, y vamos avanzando… Yo había propuesto un verano relajado, divertido y entre amigas; 45 días juntas, aquí y allá recorriendo lugares. Necesitaba francamente un descanso después de un año duro en lo emocional que había repercutido fuertemente en mi salud. Por eso, la frustración de que saliera todo al revés fue tremenda: de los lugares, vimos menos de la cuarta parte de lo que pensábamos, y que decir de lo relajado y divertido. Terminé con dolores que parecía que me acuchillaban el pecho, y llorando por el verano perdido: mi verano, mi descanso, mi tiempo, mi dinero, mis ganas de conocer cosas nuevas, mi todo. Sentía que no había derecho a que eso pasara… todo salió al revés. Cuando llegué a casa y me di cuenta que lo mejor que había traído era una valija repleta de cosas, y unas cuantas postales mentales de lugares bonitos, me sentí fatal.

Pero cuando sequé las lágrimas que me nublaban la vista, lo vi claro. Fue todo lo que necesitaba para cortar de raiz situaciones que ya no tenían vuelta atrás. Si las cosas hubieran salido «bien», este año hubiera arrastrado un fardo de problemas que de esta manera dejé rápidamente atrás. Sí, me dolió. Todo cambio duele. Soltar duele. Pero me siento en paz. Empezar «mal» implicó rápidamente corregir el rumbo. Tal vez estuve más sola, tal vez me distancié de muchas personas, pero ciertamente fue saludable: no sólo no las extrañé sino que me se sentí menos conflictuada. De todo uno aprende.

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Ser becario Fulbright

Mi delegación

Todo empezó hace unos meses, con una convocatoria por internet. Ofrecían a profesores tres semanas de capacitación e intercambio en escuelas de Estados Unidos. El link comunicaba a un formulario; allí había que hacer un detalle de la historia académica y laboral, y en 500 palabras explicar por qué considerábamos importante la beca.
Según supe, más de 5000 docentes contestaron el cuestionario. Luego, cada provincia evaluó a sus propios postulantes, y eligieron 25 cada una, que se los elevaron de nuevo al Ministerio de Nación. Los seleccionados tuvieron una entrevista que terminó definiendo los finalistas para cada jurisdicción.

Y si, primero encontré mi nombre en una lista del acta de selección. Quedé paralizada, y lo primero que pensé fue: «voy a poder contar en el aula cómo es Estados Unidos». Luego vino la euforia. En los días sucesivos todo era virtualidad: documentación para la visa, los pasajes… pero no nos veíamos aún las caras.

Hoy nos reunimos en el Ministerio de Educación. Eramos 200 docentes de todo el país (el viernes se habían juntado los otros 200), felices porque habíamos sido elegidos para una beca en Estados Unidos. Nos mirábamos, sonreíamos, y luego venían las preguntas de rutina: «¿de dónde sos? ¿en qué nivel trabajás? ¿a dónde vas?». Porque somos entre 15 y 20 de cada jurisdicción; de inicial, primaria, secundaria, educación técnica y formación docente; docentes, directivos, supervisores; y nos toca en grupos que van a Los Ángeles, San Francisco, Ohio, Michigan, Virginia, Carolina del Norte, Texas o Arizona.

Nos encontrábamos por primera vez, y pese a que todo el mundo nos felicitaba, nos costaba creer que era cierto. Todos parecíamos preguntarnos dónde estaba el truco, que nos iban a pedir a cambio. Pero no, nos dijeron que nos eligieron porque saben que lo que aprendamos lo vamos a capitalizar. Ahí sonó una frase que me quedó resonando:

«Les damos esta beca por lo que ya son, por lo que ya hacen».

Creo que terminamos de entender y de dimensionar la importancia de ser becarios y el privilegio que significa cuando nos contaron sobre el origen del Programa de Becas Fulbright. Resulta que no es una comisión más, una fundación más. Se trata de uno de los programas de becas de mayor prestigio internacional. Nació en Estados Unidos, en 1946, por propuesta de un senador de Arkansas llamado William Fulbright. En ese contexto de posguerra, la iniciativa buscaba fortalecer los lazos de amistad entre las naciones, generando intercambios educativos a nivel mundial.

La idea al inicio pareció descabellada: ¿¡cómo un gobierno iba a pagar por mandar estudiantes al extranjero, y sobre todo, por traer estudiantes a estudiar en su pais!? Sin embargo, se llevó a cabo. Hoy son alrededor de 250.000 los becarios que han sido favorecidos a lo largo de la historia del programa, del cual participan 140 países en el mundo. Ser becario Fulbright es una distinción muy importante a nivel mundial, ya que se sabe que las elecciones de becarios no responden a amiguismos o acomodos sino a un estricto mérito personal, que se vincula a un desempeño académico y profesional de excelencia.

Así que llegué a casa contenta, a empezar a hacer las valijas, con mi celular que no para de sonar, porque los otros miembros de mi delegación están regresando a sus provincias tan felices como yo. Ahora a enfrentar el vértigo antes de viajar, y a disfrutar de nuestro curso de 40 horas en la universidad, las 60 horas de práctica e intercambio docente allá, y las salidas culturales que tienen preparadas para nosotros.

Estados Unidos, vamos para allá!!

Salimos en los diarios!! En La Nación y también en Infobae

Meine vier Wände… 6 años después.

Vier Wände,
meine vier Wände,
ich brauch meine vier Wände für mich.

Die mich schützen vor Regen und Wind.
Wo ich nur sein muss wie ich wirklich bin.

Eine Wand für mein Klavier.
Eine Wand für ein Bild von dir.
Eine Wand für eine Tür.
Sonst kommst du ja nicht zu mir.

Eine Wand für ein Bett nicht zu klein.
Eine Wand für den Tisch mit dem Wein.
Eine Wand für den Sonnenschein.
Denn bei mir soll’s nicht dunkel sein.

Vier Wände,
meine vier Wände,
ich brauch meine vier Wände für mich.

Die mich schützen vor Regen und Wind.
Wo ich nur sein muss wie ich wirklich bin.

Río Reiser

Hace 6 años terminaba un proceso y empezaba otro.

Terminaba el ahorro, la búsqueda, los trámites. Terminaba el tiempo de la ilusión. Empezaba el tiempo de concretar, de elegir, de decorar, de decidir.

Finalmente el departamento era mío. Entramos a la mejor hora, la hora en la cual en este tiempo los rayos del sol entran por la ventana y lo pintan todo de naranja. Salí por primera vez al balcón de mi departamento, mi balcón, y contemplé el barrio a mi alrededor.

De a poco se fue llenando de mis cosas, de las pocas que traje y de las muchas que elegí para mi metro cuadrado. Llegaron de a poco las plantas, los muebles, los libros. Llegaron las fotos de los viajes. Llegó Flor, ese terremoto gatuno que me acompaña.

Llegaron los amigos, con sus asados, sus vinos, sus mates, sus locros, sus conversaciones y sus sueños. Llegaron los detalles que cada una de las personas que me quieren quisieron aportar a mi nuevo proyecto, felices por mi logro. Llegaron mis vecinos, sobre todo Laura, compañera de aventuras para arriba y para abajo.

De a poco me fui amigando con este lugar, lo fui poblando de recuerdos, de historias. Me fui apropiando de él. Lo etiqueté por todos lados en alemán, y fue el lugar donde pergenié las primeras aventuras en francés.

El año pasado terminó finalmente y de manera oficial la mudanza. Al cumplirse el 5to aniversario, decidí que los últimos libros salieran de sus cajas, que era hora de cambiar la cama, la tele y otros detalles. Pero sobre todo, que era hora de desprenderme de todo aquel resto de pasado que seguía conmigo y que ya no tenía razón de ser. Una revolución final.

Hoy mis cuatro paredes son ya, totalmente, mis cuatro paredes; y me siento feliz en ellas.

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La canasta de abrojos

La idea había surgido de una de sus tías: si se empleaba de niñera durante el verano, podría viajar y además ganar unos pesos. Fue así como llegó a Balcarce, a la estancia La Merced, que pertenecía a una familia que, como muchas, tenía una estación de ferrocarril con su nombre. Era uso de la época que quienes donaban (o a quienes se les expropiaba) un terreno para la construcción de las estaciones, recibían en reconocimiento dejar su apellido en ella.

En Balcarce conoció a los abuelos, tíos y demás parientes de los niños que cuidaba. Pasaba horas en la cocina, y aprendió que los marlos del maíz, una vez desgranado y secos, eran buenos tanto para alimentar la estufa como para usarlos de cepillo de limpiar zapatillas. Y al colgar la ropa, se quedaba escuchando el cu-cu-cu de las torcazas entre los árboles.

La tía tenía razón: ese empleo le permitió conocer las sierras de Balcarce, esas extrañas montañas bajas en medio de la llanura cultivada. La llevó por primera vez hasta Mar del Plata, en el sube y baja de un auto a toda velocidad por la antigua ruta. Y le valieron meses de verano paseando por el campo con los niños, a veces cumpliendo tareas que se necesitaban en la estancia. Salían a buscar el nido de una gallina que había puesto los huevos fuera del gallinero y que no podían encontrar. Salían a recorrer los campos de trigo segado en busca de las bolsas de grano que se habían tumbado y que no se veían entre el pajonal; había que adelantarse a las vacas, que si las encontraban se harían una panzada para morir luego de la indigestión. O si no, simplemente salían a caminar el campo, a darle verdolaga a los chanchos y construir canastas con espigas de abrojo.

~—~*~—~

La clase de alemán es dinámica, nos gusta, pero se complica. Todos venimos de un largo día de trabajo y tenemos que concentrarnos hasta las diez de la noche. Es algo que elegimos, pero cuando alrededor de las 20.30 la profesora dice “jetzt machen wir eine Pause” respiramos aliviados. Es el tiempo del recreo, y sale el mate al ruedo, y hablamos de nuestras cosas; nada en serio, nada trascendente; y relajamos.

En esos temas banales, terminamos vinculando el primer apellido de Ricardo a su profesión. Nos empezó a contar de lo que le decían al respecto cuando estudiaba en la Universidad en Mar del Plata, y la charla continuó hasta que él mismo dijo: “y mi segundo apellido es el de una conocida marca de insumos para mi trabajo, así que todo cierra”.

Fue un milisegundo, de esos que necesita la cabeza para atar todos los cabos y darse cuenta. Algo disparó en mí la secuencia de ese apellido y uní todo el escaso conocimiento biográfico que tenía sobre mi compañero. Mar del Plata, pero nacido en Balcarce, y el apellido que referenciaba a aquella estación…

– “¿Vos sos algo de la familia que tiene el nombre de la estación de tren?”

Su primer respuesta fue no, porque pensó en el barrio y la estación del Gran Buenos Aires que también lleva su apellido. Me di cuenta… así que repregunté…

– “No no, la de Balcarce. La del ramal que está clausurado, que entra desde Ayacucho. Lleva el nombre de la familia que tiene la estancia allí. ¿Sos algo de esa familia?”

Su primer asombro fue que alguien conociera la existencia de esa estación sobre un ramal clausurado. Luego, que existiera la familia, la estancia…

– ¿Vos me decís La Merced? Sí, es de mi familia, yo voy en verano ahí. ¿Cómo conocés todo eso?

Le conté que mi mamá, cuando era joven, se había empleado como niñera con una familia de Buenos Aires que eran hijos del dueño de esa estancia, y que pasaba los veranos trabajando allí. Le hablé de don Eduardo, al que recordaba que mi mamá nombraba.

– Era mi bisabuelo. Mi abuela vivió siempre en Buenos Aires, y contrataba niñera para mi mamá y mis tíos cuando iban a la estancia en verano… le voy a preguntar.

Los años exactos no los teníamos, pero todo coincidía. La clase de alemán siguió; le pusimos ganas hasta las diez. Pero teníamos algo de asombro, nostalgia… Y en la escalera de bajada hacia la calle, Ricardo dice:

– Cuando estuve en el verano en Balcarce, salimos con mi mamá al campo y en un momento empezó a cortar unas espigas que parecían de abrojo; se pegaban entre ellas. Las fue uniendo hasta hacer una canasta, y me dijo que eso se lo había enseñado a hacer una niñera que tuvo en el campo cuando era chica.

Mientras él me lo decía, vinieron a mi mente los picnics de campo de mi niñez. Sabía exactamente de qué espigas me hablaba y cómo se hacía la canasta con ellas. Yo misma las había hecho. Para ese momento, Ricardo concluyó:

– Mi mamá me acaba de mandar un mensaje, me dice: “¿te acordás la niñera de la canasta de abrojos? Era ella.”

Me voy a circular

Este es un manifiesto de la historia que quiero escribir. De la mía, por supuesto.

El año pasado, en el Museo Nacional de Bellas Artes, trajeron una muestra de muralismo mexicano. Siqueiros, Orozco, Rivera… sus mejores obras para admirar gratis. Moría de ganas de ir, pero por una cosa o por otra, no fui. Me quedó el pesar de haber dejado pasar una muestra única que quién sabe cuándo se va a repetir. Me sentí ofuscada por lo que me perdí.

No es la primera vez que me pasa. Me hago cargo, a veces por no ir sola, por no coordinar horarios con otros, me quedo sin ver cosas que quiero. Me propuse, entonces, este año, aprovechar la oferta cultural de Buenos Aires. La verdad es un pecado vivir en una ciudad como esta y no aprovecharla. O sea, todo bien con la tranquilidad del «pequeño pueblo» que es el barrio… pero vale la pena sacudir el polvo y romper la rutina. Y esta ciudad ofrece de todo para todos los gustos.

Se trata sólo de romper la inercia del sillón que te abraza con ambas manos, de la ropa cómoda (pero lo más lejos de la elegancia)… y salir. Convengamos que estar cómodo en casa, apoltronado leyendo o viendo tele está muy bien. Pero cuando la rutina (y el bajón) empiezan a pegar, levantarse un día de fiaca y verse al espejo en ese estado, te tira para abajo.

Para sentirse bien, hay que estar bien, y muchas veces eso implica circular. Circular para conocer gente nueva, llenarse de ideas diferentes que te despiertan nuevas curiosidades. Y para circular sintiéndose seguro, qué mejor que bañarse, perfumarse, usar esa ropa que no te ponés para ir a trabajar, y salir a conquistar el mundo!! Yo sé que romper con la comodidad cuesta. Pero basta pensar lo bien que uno se siente al volver a casa con el espíritu renovado. Cuando voy a nadar pienso en eso: lo bien que me sentí al volver la vez anterior, que no quería ir pero me obligué y me hizo bien.

Así que en este momento, con 10 meses por delante, decido salir. Si no es acompañada, será sola. Elijo que nada me detenga, elijo poner mis ritmos y mis tiempos, y si alguien está acorde a ellos y viene mejor, pero si no, saldré yo. Mi gran compañero de aventuras será siempre este blog. Siempre lo ha sido, aunque últimamente andaba medio abandonado. Por un lado, voy a ir guardando la agenda cultural que me interesa, las propuestas que no me quisiera perder. Por otro, iré contando las andanzas, las búsquedas de información sobre los temas que voy cruzando, lo que aprendo en cada salida, y con qué me quedo. Si bien al final del año uno mira para atrás y registra todo lo hecho, no hay nada más contundente que una bitácora. Y la mía estará aquí.

Allí voy, a circular. Veremos con qué me encuentro.

Un día como hoy

20101028

Es domingo, hay sol. Mientras disfruto de poder despertarme tranquila sin presiones, manoteo el teléfono y el Facebook me propone la lista de recuerdos del día. Ciertamente me alegro de mi habitual costumbre de publicar sólo cosas lindas en Facebook… son las cosas que me gusta recordar.

La lista de recuerdos de hoy está especialmente nutrida, y para mí, suena a presagio. Este, como tantos otros 30 de Octubre, va a ser un buen día. En todo caso, es una tarea cotidiana el hecho de generar un buen recuerdo, y creo que puedo decir que en general al final del día siento que lo he logrado. Hoy empiezo emocionada por tantas cosas…

Hay una viñeta de Liniers que dice que quiero tener una vida llena de vida. La tengo impresa hace tiempo y pegada en el panel de corcho. Es todo un leiv motiv.

Hay un reconocimiento hacia mis vecinos, aquella semana del 2012 que estuvimos sin luz. Desde entonces, la boleta de electricidad viene en cero a modo de compensación. Gracias, pero lo esencial son aquellos vecinos que extraño… Quique y sus reuniones de amigos los jueves, donde parecía que estaban discutiendo de política adentro de mi casa, y a mí me gustaba que así fuera. Caro y su eterna sonrisa al fondo del palier, a donde corría Flor, en ese tiempo cachorra, a hacer sociales a través de la puerta olfateándose con el caniche que estaba del otro lado.

Hay un video de Miguel Bosé, donde me canta «No hay ni un corazón», una canción que me llega especialmente y que siempre me identifica. Y no es un dato menor, un video donde él me encanta… será su sonrisa de lado, su mirada penetrante, su voz profunda, intensa… en fin, lindo tipo.

Hay un discurso de Alfonsín, el del cierre de campaña de 1983. Además de sus palabras siempre vigentes y emocionantes, me retrotrajo a aquella mañana en la que el ex presidente nos visitó en la escuela y nos habló como un padre. Debe hacer unos 20 años de eso. Nunca olvidaré aquel día y aquella experiencia.

Hay una foto que marca el final de mis prácticas de Geografía. Semanas atrás había cerrado la residencia, pero allí me firmaron la libreta y Roberto me hizo la devolución con un deseo: “Espero que tus aulas de geografía te generen experiencias gratificantes, que disfrutes siempre la magia del aula y mantengas siempre la pasión por enseñar.” La vida es dialéctica: nos lleva a los mismos puntos pero siempre un poco más arriba. A mi me llevó a cerrar el ciclo del profesorado diez años después de aquel comienzo en Historia, de nuevo en el mítico edificio del Moreno que me vio transitar tantos años. Si después quedaron materias por rendir, es anécdota. Fueron las prácticas en ese lugar las que cerraron esa etapa en mi cabeza. Hoy vino a mi cabeza aquella chica que se me acercó al final de la última clase, y con mucha emoción me dijo que iba a ser una excelente profesora. Son momentos que se atesoran.

Hay una foto de mi pizarrón el año pasado, llena de nubes y perfiles de las sierras pampeanas. Muestra que la pasión sigue intacta y que ellos se siguen enganchando conmigo, que preguntan y repreguntan con curiosidad y que salen cosas muy interesantes.

Y hay un recuerdo que el Facebook no trae, pero que está en mí. Hoy, más que nunca. Me levanto para hacerme el mate de cada mañana y veo mi casa, desordenada por las reformas, con la biblioteca a medio pintar en medio del comedor, tal como quedó después del trabajo que hicimos ayer con papá entre mate y mate. No es la mejor imagen de mi casa, o sí, porque es una casa viva… y una vez más pienso en él. Recuerdo que me recibían de chica cuando necesitaba «huir» de casa. Mientras ella me hacía un sandwichito de jamón con manteca y un matecito, él me escuchaba, me aconsejaba, me consolaba. Siempre me contuvo y me dió mucha paz. Pasada la catársis, hablábamos de todo un poco, y llegado un momento, me decía: «¿te quedás a comer?». A mí me daba un poco de vergüenza… hasta que aprendí que para ellos era un placer que esperaban el hecho de que comiéramos juntos compartiendo las comidas que más les gustaba. Muchas veces se levantaba y hacía una tortilla de papas, cortando meticulosamente las papas con calma. Otras veces, pedíamos la pizza que más le gustaba. De vez en cuando, amasábamos chipa entre los tres. Sí, cómo le hubiera gustado ver mi casa. Cómo le hubiera gustado verme crecer un poco más. Se hubiera puesto feliz. Y a mí me hubiera gustado correr una vez más a su casa para contarle las buenas nuevas. Porque hay muchas, y ellos son una parte importante de ellas. Sé que de alguna forma el ve mi casita, y se pone feliz de que estemos pintando las bibliotecas entre mate y mate con papá.

Construir un rosario de recuerdos para cada día es tarea cotidiana. Me siento feliz con lo que he construído, y hoy me toca agregar una cuenta más. Aquí voy…

Conciencias

sweater verde

Terminé la espalda, terminé la delantera de mi sweater verde. Me toca empezar los cálculos para hacer la manga. Decidí hacerla Ranglan, así que tengo que llegar a la sisa con una cantidad de puntos igual a la espalda menos el escote. Me mido la muñeca, el largo del brazo. Regla de tres simple: tengo que aumentar cada 7cm, que vendrían a ser unas 15 vueltas. Todo eso me lo enseñó ni madre.

Entonces allí, con la lana verde, las agujas y el centímetro en la mano, me llega la conciencia de una realidad: cuántos saberes y cuántas historias desaparecen con una persona que se va.

Imagino que de eso se trata la conciencia del tiempo. Es como el momento en el que te das cuenta en que ya no sos el más chico que puede vivir livianamente, porque hay una nueva generación que da sus primeros pasos tambaleante de la cual sos responsable.

Solo que lo que descubrís esta vez es que cada vez te quedás más solo. Que quienes te daban un consejo ante una duda ya no están, y que te tenés que arreglar solo con tu experiencia. Que poco a poco vas siendo vos la experiencia que se transmite y asesora a los demás.

Francamente no sé por cuánto tiempo voy a poder consultarle a mi madre si me surge una duda frente al cálculo de una manga ranglan. Supongo, con la poca información con la que cuento, que no mucho tiempo más. Y más allá de los conflictos familiares, de las distancias y silencios, es un hecho que conmueve. Mas allá de lo relacional, es la conciencia de la vida que pasa y de nuestra propia finitud.

Como si fuera metáfora de la vida, mi sweater verde es, hoy por hoy, en cada punto, una reflexión existencial. Con cada punto, cada vuelta, cada vez que destejemos para enmendar errores, vamos construyendo algo hermoso y a la vez acercándonos al final de la tarea.

Tal vez abandone el tejido… al menos por un tiempo. No sé si estoy preparada para la conciencia a la que él me enfrenta. O tal vez haga de tripas corazón y siga tejiendo hasta el final ahora mismo, cabezona como soy, para que las angustias e incertidumbres queden enredadas ahí y, transformándolas en algo bueno, llegue la paz… al menos por ahora.

La nieta de Félix

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Árbol de la vida – Paul Klee

¿Qué quién soy? Muchas cosas. Claramente, no nací de un repollo.

Cuando era chica, me gustaba imaginar que la historia había comenzado cuando yo aparecí en el mundo. Mi mamá era la principal encargada de contarme todo lo que había sucedido mientras yo no estuve. De vez en cuando, también mi papá soltaba alguna historia. Mis tías aportaban algo si se lo preguntaban, y mi abuela recordaba siempre lo mismo. Pero a mí, todo lo que me contaban del pasado, de las personas que en teoría habían vivido y ya habían muerto antes de que yo llegara, de las personas que vivían y que supuestamente habían sido más jóvenes alguna vez, se me antojaba una historia creada para dar marco a mi existencia. Mi imaginación infantil me decía que todos habían sido puestos en el mundo a mi alrededor, y me gustaba pensarme de esa manera.

Tal vez algo de eso perduró, e incluso, quizás en el fondo, me lo creí. Si no, no se explica tamaña sorpresa aquella mañana de verano.

El teléfono sonó interrumpiendo los mates tranquilos del desayuno de las vacaciones. Al otro lado, una voz desconocida preguntó por mi madre, y al enterarse que no estaba en casa en ese momento, preguntó por la tía de mi mamá. “Falleció en noviembre”, le dije.

A juzgar por su voz, era una mujer mayor, que al enterarse de la noticia comenzó a lamentarse. Ya nos habíamos habituado a recibir llamados de personas que no conocíamos preguntando por la tía Irene. Como de costumbre, le di mi pésame, y le pregunté quién era, para que mi madre la llamara. Su respuesta fue una pregunta: “¿y vos quién sos?”. “Yo soy la hija de Ana”, respondí. Y la señora me retrucó con emoción: “ay, entonces vos sos la nieta de Félix!”.

Desde mi infancia fui muchas cosas: “la hija de”, “la hermana de”, “la sobrina de” y “la prima de”. Incluso tuve la gracia de tener aquella única abuela que, aunque anciana y especial, me convirtió en “la nieta de” y me permitió vivir la experiencia de ese vínculo. Hoy sigo siendo muchas de esas cosas, a veces con menos frecuencia que antes. A ellas sumé otras que he sabido construir, y así, hoy soy también “la colega de” y “la profesora de”. También tengo el honor de que haya personas que me reconozcan como “la amiga de”, y espero, en el futuro, seguir cosechando denominaciones que enriquezcan la definición de mi existencia. Pero nunca nadie antes, hasta ese momento, me había llamado “la nieta de Félix”.

Siempre supe que ese hombre había sido mi abuelo, pero Félix en la historia familiar era poco más que un puñado de anécdotas dudosas, y sus rasgos, una serie de conjeturas más que de certezas. Ni mi madre tenía un recuerdo cierto de él, ya que su vida se extinguió antes de que ella pudiera llamarlo papá. Pero sin embargo, ese hombre era mi abuelo, y yo lo sabía. Siempre lo había dicho livianamente, pero nunca había asumido verdaderamente como propia la identidad que me daba la filiación con él… hasta entonces.

Lo que hizo esta señora fue arrojarme encima un fardo de historia que me pertenecía a mí tanto como a ella. Lentamente, me apoyé en la pared y me dejé deslizar hasta sentarme en el piso. En el camino debo haber susurrado un “sí” al teléfono que desencadenó de parte de la señora no sólo su presentación, sino una parva de historias de gente y tiempos que yo no conocía. Se trataba de una prima de mi abuelo, hermano de la tía Irene que había muerto meses atrás. La señora me contaba cómo pasaban los veranos en una quinta de “la familia que vivía en Temperley”, en la que Félix se trepaba a los árboles. “Y todo eso pasó cuando ya sus padres se habían separado”, me decía dando por sentado que yo conocía los hechos tanto como ella que los había vivido. Muda, absorta, la escuchaba hablar de un mundo desconocido para mí, y aunque me costara creerlo, ese mundo de su juventud que ella, hoy anciana, describía emocionada porque era parte de su historia más íntima, también era mío. Y yo hundía mis raíces en él tanto como ella.

Entonces me di cuenta de que esas historias transmitidas de generación en generación igual que la sangre de mis venas y los rasgos de mi cara, me daban identidad como un segundo ADN y marcaban lo que soy, aún sin que yo lo reconociera. Nunca me había dado cuenta cómo esas historias que yo no viví eran tan mías, y a qué punto estaban incorporadas a lo que soy.

Cada día soy alguien más en esta identidad multifacética. La mayor parte de las veces, no recuerdo en qué momento me convertí en quien soy. Pero si hay algo que quedó grabado a fuego, fue el día que comprendí que era la nieta de Félix. Y cuando uno da esos pasos en la vida, ya nada vuelve a ser igual.

Ser hijos

El voto y la familia

Humor Petiso, Diego Parés

Cuando vi esta viñeta no pude evitar sonreir. Fue una sonrisa tierna, una sonrisa amarga… me sentí tan reflejada!!

La verdad que este domingo, cuando mi padre en la cocina, mientras hacíamos waffles y tomábamos mate, me preguntó por quién iba a votar el domingo próximo en las PASO, se me anudó el estómago. Me sentí chiquitita chiquitita otra vez. Porque, además de que mi «no sé» fue sincero, sabía cuál era la única respuesta correcta a la pregunta, respuesta que por otra parte, no es ni por las tapas la opción que yo tomaría. Y sabía que atrás vendría el sermón, como cuando éramos chicos, tratando de aleccionar y convencer.

Me pregunté por qué me siguen pasando estas cosas a los 33 años, cuando uno debería tener una relación más de igual a igual con los padres, cuando todos somos adultos… Hubo un tiempo en que me enojaba: «¿por qué si el Estado me considera capaz de votar y de elegir por mi cuenta, vos no?». Pero un día me di cuenta que nunca vamos a dejar de ser hijos… que ellos nos van a ver siempre como niños que necesitan de su consejo, de su enseñanza, de su cuidado. Y esto no quiere decir que no nos reconozcan como adultos libres, creo que está en la esencia de ser padre no perder nunca esa mirada de que somos aún sus niños. Y eso me produce una profunda ternura y me dota de una infinita paciencia.

Se estarán preguntando si efectivamente recibí el sermón, y sí, lo recibí… y seguro me espera otro el próximo domingo, cuando me pregunten sobre el hecho consumado: por quién voté. Ahí no podré escaparme y decir que no sé, no sonaría creíble. Pero como siempre, algo voy a inventar para que el sermón sea más leve… o para escapar de él!! De hecho, esa habilidad para el escapismo también es una de las condiciones de ser hijo que uno ha desarrollado.

Algo más sobre las elecciones (y sobre por qué no voto como mi padre):

En la voz de Paulo Freire

Un poco de teorías económicas de la política