El problema ambiental más importante que enfrenta la humanidad en la actualidad y que puede afectar a corto plazo la supervivencia de la vida como la conocemos en el planeta es el calentamiento global y todos los fenómenos asociados, conocidos como cambio climático.
Nuestro planeta depende de la energía calórica recibida del Sol, y la atmósfera posee la función de retener parte de ese calor durante las horas en que no llega la radiación solar (en la noche), gracias a ciertos gases denominados Gases del Efecto Invernadero (GEI). El más abundante de ellos es el dióxido de carbono.
Desde mediados del siglo XIX, con la revolución industrial, la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera ha aumentado enormemente, acelerándose de modo alarmante desde la década de 1970. Esto se debe a que nuestro sistema de producción y consumo actual está basado en la dependencia de los combustibles fósiles; mientras que la mayor demanda de productos genera la eliminación de los sumideros de carbono (los bosques).
El calentamiento global no se percibe de un día para otro ni por fenómenos aislados; sin embargo, se puede verificar que la temperatura promedio en todo el mundo tiene una tendencia a aumentar que se está acelerando. En 1980, la temperatura mundial promedio era 0.25 grados más alta que en las épocas industriales; pero actualmente, 40 años más tarde, ese promedio se ha elevado a un grado por sobre las épocas preindustriales. Al ritmo de emisiones actual, se prevee que para 2060 la temperatura promedio mundial sea dos grados más alta que en la época preindustrial, y llegado a ese umbral, los cambios en la dinámica planetaria serán tan intensos como irreversibles. Por ello, en el Acuerdo de París que entró en vigencia 2016 se fijó la meta de reducir las emisiones para detener el calentamiento y evitar que la temperatura promedio mundial supere el umbral de 1,5 grados respecto a la era preindustrial. Al ritmo de emisiones actuales, ese umbral se alcanzaría en 2040, sin tener en cuenta que cada día las emisiones de GEI aumentan considerablemente.
La propuesta es, entonces, que para lograr el objetivo deberíamos llegar a una emisión 0 de GEI para 2030, y a partir de entonces, comenzar a tener emisiones negativas: esto significa, aumentar los sumideros de carbono para que puedan quitar de la atmósfera el excedente emitido durante tantos años. Cuanto más tiempo tardemos en adoptar medidas, más drásticas tendrán que ser. Entonces, ¿qué deberíamos hacer?
Las raíces del asunto
Lo complejo de mitigar el cambio climático y los otros grandes desafíos ambientales de la actualidad es que se requiere un cambio de mentalidad que atraviese todos los ámbitos de la vida y todos los actores sociales.
El término economía proviene del mundo griego: oikonomía era la correcta administración de los bienes del oikos, la comunidad autosustentable de la época micénica, en un mundo donde no existían monedas y donde el comerciante era despreciado por sacar provecho de las personas con quienes intercambiaba. En algún momento empezamos a considerar economía como sinónimo de actividades monetarias, que buscan la acumulación de dinero.
Con la Revolución industrial se instaló un modelo basado en el consumo de bienes y servicios y se inició una carrera por aumentar la producción, apoyada en el consumo de combustibles fósiles que son los principales emisores de gases del efecto invernadero. En algún punto, este aumento en la producción mejoró la calidad de vida de las personas y generó hasta cierto nivel una mayor equidad entre ellas, que redundó en un aumento en la población. Entiendo que esto fue el germen de la idea de que en el consumo encontramos satisfacción, porque en aquel momento el consumo sí implicaba mejora en las condiciones de vida.
Sin embargo, en el último medio siglo el afán por producir y consumir más nos ha arrojado a la cadena de trabajar más – producir más – ganar más dinero – consumir más (y así se reinicia el ciclo). Además, ha llevado a sostener una lógica más depredatoria que nunca respecto al planeta, y ha profundizado enormemente las diferencias sociales. Por otra parte, está cada vez más instalado que “hay que ser productivo” económicamente hablando, y reflejarlo en objetos que se puedan mostrar. Valores que antes se consideraban esenciales para el ser humano, como disfrutar de la naturaleza, de los afectos, de las actividades de ocio, son apreciadas desde el discurso pero desdeñadas en la realidad: basta con que alguien diga “estoy trabajando menos porque me alcanza el dinero y quiero tiempo para lo esencial” para que se lo trate de vago. Podría decirse que la carrera por la productividad y el consumo de bienes muchas veces innecesarios nos genera una falsa ilusión de progreso a costo de invertir nuestra vida en conseguirlos, enriqueciendo así a un puñado de personas de nuestro mundo.
Las acciones necesarias
Si la emisión de gases de efecto invernadero tiene que ser cero a corto plazo, el cambio debe ser radical y todos debemos comprender que la vida que llevamos ya no será posible; y lo difícil es que esto será más drástico para los que más consumen. No basta con cambiar ciertos hábitos sino que muchas veces implica aprender a privarse de aquello que hoy consideramos indispensable, y aprender a vivir de otra forma. Dejar de pretender que los objetos satisfagan nuestras necesidades emocionales y comenzar a conectar con otro tipo de actividades y valores.
Teniendo en cuenta que la matriz energética está sustentada en las energías provenientes de los combustibles fósiles, reducir su consumo al mínimo es esencial. Esto puede hacerse en el ámbito doméstico, empresarial, estatal (en sus instituciones). Es fundamental reducir el consumo; pretender sostener el nivel de empleo de energía actual no es sustentable. Mucho se habla del reemplazo del petróleo y otros hidrocarburos por energía eléctrica de origen alternativo. Sin embargo, estas formas de generación tienen una serie de desventajas importantes a considerar, como el enorme impacto que dichos procesos tienen para el ambiente en materia de extracción de minerales e instalación de plantas generadoras, la imposibilidad para cubrir los requerimientos energéticos actuales por si solas, la variabilidad en la generación que ponen en riesgo los sistemas de distribución, el alto coste de instalación y mantenimiento, entre otras. En relación con esto, la difusión de vehículos eléctricos no guiados no toma en consideración justamente que la principal fuente de la matriz eléctrica son materiales que generan emisiones de gases de efecto invernadero; o que se genera destrucción de ecosistemas que son cruciales para la mitigación de los efectos del cambio climático.
Como ciudadanos esto requiere un cambio radical para el ahorro energético: eficiencia en la aislación térmica del hogar, aprovechar la luminosidad natural, eficiencia en los desplazamientos por el entorno. También implica tener un consumo responsable que genere menos residuos; de hecho ya no basta con reciclar, ya que esto también consume energía, sino reutilizar y sobre todo reducir las cantidades de bienes que consumimos y de basura que generamos. Esto implica, en muchos casos, privarse concientemente de ciertas cosas de las que dependemos y asumir el desafío de sustituirlas por actividades y modos de vida que nos satisfagan realmente.
Una reducción en el consumo llevaría a una reducción en la producción, pero esto va contra las reglas de un mundo basado en el crecimiento económico constante. Es por ello que precisamos un cambio en la lógica empresarial, ya que son las lógicas empleadas para vender más, como las formas de la obsolescencia, las que llevan a la dependencia del consumo, y con ello, a la generación de basura, el desperdicio de los recursos naturales, la explotación de la mano de obra, el aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero. Y recordemos que esa producción está orientada a una pequeña porción de la sociedad (el 20% más rico del mundo consume aproximadamente el 90% de los recursos). Un retorno a producciones a menor escala, donde el producto tenga larga vida útil y pueda ser reparado, puede ser clave para reducir las emisiones.
En cuanto al Estado, comencemos por recordar que todos estamos incluidos en él, y que el gobierno es sólo el órgano administrativo. Desde esta perspectiva, existen dos enfoques de acción. Por un lado, uno más doméstico, relativo a la gestión física de las instituciones. Aquí aplican las normas que cada ciudadano puede poner en práctica en su hogar, como ahorro y eficiencia energética y reducción de los residuos. Es de esperar que las prácticas en el hogar puedan replicarse en el trabajo y viceversa. Por otra parte, el Estado tiene el rol de regulación, tanto de generar las normas como de hacerlas cumplir. En este sentido, si reclamamos a los gobernantes acciones, luego también tenemos que ser capaces de soportar sus efectos. Por ejemplo, un endurecimiento en las regulaciones ambientales, con multas y exigencias, pueden generar migración de las empresas y debemos estar preparados para afrontar esas consecuencias.
Quizás este tiempo de pandemia sea un momento propicio para adoptar una actitud reflexiva y comenzar a cambiar estos hábitos. Todo surge de la identificación de aquello que nos resulta esencial y aquello que no; desde el encierro forzado, que nos enfrentó a carencias y privaciones, podemos encontrar qué necesitamos realmente y qué no, y podemos construir hábitos más sustentables para el planeta y para nosotros mismos, ya que en el contexto actual muchas veces se nos va la vida buscando cosas que no necesitamos y que no nos satisfacen.