El siguiente artículo es una selección de fragmentos del texto del Dr. François Vallaeys denominado «Definir la responsabilidad social: una urgencia filosófica», disponible aqui.
¿Qué es la “responsabilidad”? Es el hecho de responder por sus actos, frente a los demás, y responder por el futuro en general. Esta capacidad es la de un ser que tiene la facultad de hacer promesas y cumplirlas, es decir que puede “disponer por anticipación del futuro”. Tal promesa de futuro deseado nunca es solitaria ni unilateral. Prometemos a los demás, y delante de los demás. Y, por eso mismo, ellos esperan algo de nosotros y nos juzgan en referencia a lo que hemos prometido cumplir: nuestras promesas nos “ligan” y nos obligan a la rendición de cuentas.
Todas las promesas responsabilizan al que promete, lo transforman en el encargado de una misión delante de los demás, luego en sujeto pasible de sanción si fracasa o traiciona. Nuestras responsabilidades son cargas, pero nos honran y nos dan dignidad: cualquier ser humano existe en un espacio social de reconocimiento en el cual es “deudor” porque se espera de él ciertos comportamientos en lugar de otros. Un ser humano del cual no se esperaría nada, habría sido destituido de su humanidad. No hay humanidad sin responsabilidad.
Sin embargo, ninguna promesa es certeza, porque el futuro, por definición, rehúsa cualquier garantía. Por un lado, el ser humano es frágil, de ahí la necesidad de la amenaza de sanción para que las promesas hechas sean efectivamente cumplidas. No hay responsabilidad sin orden moral y jurídico instituido para dar una cierta continuidad de confianza social en general, con base en una coacción subyacente. Por otro lado, las contingencias y los imprevistos ocurren a menudo. Los riesgos acechan. Es por eso que la promesa es hermana del perdón, que los humanos se organizan colectivamente para domeñar el futuro (no podrían nunca individualmente), y que las responsabilidades que se le atribuye al individuo son limitadas. Porque no se le podría pedir más de lo razonable: controlar sus actos en forma racional, siguiendo reglas y misiones sociales preestablecidas, dentro de los límites de su poder y saber. Si no sabía o no podía hacer de otro modo, entonces hay que perdonarle: “no fue su culpa”.
No hay responsabilidad sin imputación de alguien en lugar de nadie. A la persona negligente que, por su comportamiento, aumenta los riesgos de daños, se le puede reprochar su irresponsabilidad, incluso si ella no lo ha hecho “a propósito”. Al contrario, todo lo que ocurre por azar es culpa de nadie. Es así cómo cada época arbitra los límites de las responsabilidades que reconoce, a la luz de su poder de control sobre el futuro, trazando la frontera entre el hecho de alguien y la ocurrencia de nadie, entre quién y qué. A menor poder técnico sobre el futuro, más importancia cobran los dioses o el azar; a mayor poder técnico, mayor responsabilidad de los humanos frente a lo que ocurre.
La globalización y la responsabilidad social
En la actualidad, nuestro actuar local, vuelto global, genera procesos que afectan a la totalidad del mundo humano y no-humano. Nos hemos vuelto una “bio-antropo-esfera” y habitamos en nuestros propios objetos que alcanzan a cierta escala una dimensión mundial, lo que hace que provoquen impactos globales. Ya no hay modo de externalizar los problemas en un mundo globalizado, sencillamente porque no hay un “afuera” donde externalizar. Todo rebota y se relaciona con todo, la acción humana con los procesos naturales y viceversa. Desde luego, no hay más fatalidad, no hay más “culpa de nadie”. Cada quien, desde su pequeña vida cotidiana, se ha vuelto mundial y sistémico. Es difícil de controlar y soportar. De ahí la necesidad de renegociar las estrechas fronteras de la responsabilidad a la nueva medida del mundo entero.
Quien tiene poder global debe tener responsabilidad global. Pero esta responsabilidad no puede ser imputada sin injusticia al individuo aislado o a ciertas personas de gran poder (jefes de Estados y/o Directivos de multinacionales, por ejemplo); porque sería como dar demasiada responsabilidad a quien no tiene real poder, o bien demasiado poder a quien no tendría que rendir cuentas a ningún contrapoder. Tenemos pues que compartir esta responsabilidad global, instituirla democráticamente como promesa de corresponsabilidad entre todos. Aquí nace la idea de una “responsabilidad social”, como exigencia de instituir una sociedad responsable en la que cada quien participe, según su poder en el futuro digno y sostenible de la humanidad, en coordinación con todos los demás, bajo promesa mutua de responsabilidad.
Y entonces llegamos a la cuestión de la responsabilidad social. Si la “responsabilidad social” fuera libre compromiso voluntario, no merecería ni siquiera el nombre de responsabilidad, puesto que toda responsabilidad implica deber de rendir cuentas, deber oponible al sujeto responsable por los demás. Si nadie puede oponer al “promitente” su propia promesa, si nadie se puede exigir cumplir con ella, entonces no hay promesa ni responsabilidad, hay sólo declaraciones de buenas intenciones, que pueden fácilmente esfumarse.
Así, la responsabilidad social no concierne sólo a las empresas; es más bien la exigencia de construir una sociedad responsable de sí misma, finalidad a la cual deben de colaborar todos los actores sociales privados como públicos, con o sin fines de lucro. Esto significa también que una organización jamás puede ser socialmente responsable sola, puesto que los impactos de su actuar la desbordan siempre hacia otras organizaciones.
Sustentabilidad y responsabilidad por los actos e impactos
La meta de la responsabilidad social es la transformación de nuestro modo de existir en el planeta. Somos responsables de asegurar la existencia digna y autónoma de nuestro prójimo y de nuestro lejano descendiente (justicia intra e inter-generacional).
Las responsabilidades moral y jurídica remiten a lo que las personas hacen (los actos); la responsabilidad social remite a lo que hace lo que ellas hacen (los impactos), los efectos colaterales de las acciones que, por definición, no son directamente percibidos ni deseados (efectos sistémicos, cruzados, globales). Los actos tienen un nombre propio, un autor imputable. Los impactos son anónimos, se parecen a la fatalidad, aunque la humanidad sea su causa, al menos en forma parcial (pensemos en el recalentamiento global). Los impactos no son directamente imputables a autores precisos, sino serían actos. Tratar a los impactos negativos como si fueran “culpas” sería exagerado, porque son “hechos sociales” que remiten a una “imputación social”. Por eso la responsabilidad social no es responsabilidad moral personal ni responsabilidad jurídica.
El dilema entonces es el siguiente: o bien yo quiero ser responsable sólo de mis actos, y me lavo las manos de todas las desgracias del mundo que estos actos inducen sin que yo lo quiera. Con esa posición cómoda, me vuelvo un irresponsable. O bien yo quiero también ser responsable de todas las lejanas consecuencias de mis actos, y ya no puedo asumir una responsabilidad que se ha vuelto excesiva para mis pequeñas fuerzas. Con esa posición irrealista de querer asumir lo que no puedo asumir, me vuelvo otra vez un irresponsable. En ambos casos, al querer ser responsable, me vuelvo irresponsable. El dilema sólo puede ser zanjado con decisiones ético-políticas y la institución de una corresponsabilidad ampliada entre actores sociales dotados de suficiente poder y saber como para influir sobre los impactos negativos detectados. Esto es la responsabilidad social, nada más ni nada menos.
Hoy en día, es la Ciencia, y las relaciones de causa y efecto que revela, la que nos permite renovar este dilema, transformando los impactos en saber, luego en casi actos: apenas empezamos a conocer la relación existente entre cierta práctica social y cierto problema público (por ejemplo: entre las emisiones de CO2 y el cambio climático; entre la alimentación industrial y el aumento del cáncer; entre la desregulación económica y el chantaje social y fiscal entre los Estados), entonces el impacto ya no aparece como una fatalidad (la culpa de nadie) sino como el efecto colateral generado por un conjunto de interacciones sociales (nuestra responsabilidad, puesto que se trata de un efecto “social”). El impacto anónimo se vuelve “nuestro” impacto. Pierde su carácter anónimo, y, al mismo tiempo, suscita el deber de asumirlo colectivamente, como nuestra corresponsabilidad. No se trata todavía de nuestro acto, pero ya no es el azar. Para designar esta paradójica categoría de actuar que no es ni acto, ni fatalidad, quizás podríamos inventar la palabra: “impacción”; mitad impacto, mitad acto. Frente a los “impacciones” negativos del actuar social, es razonable que los deberes de justicia y sostenibilidad nos exijan responsabilidad y reparación, desde luego oponibilidad y rendición de cuentas.
Es por eso que la responsabilidad social de las ciencias y su capacidad crítica, son tan importantes: no hay modo de responsabilizarnos por nuestros impactos si estos quedan en los limbos. Otra vez, hay que considerar la responsabilidad social de todas las organizaciones, bajo el deber de reflexión, investigación y divulgación transparente de todos los impactos sociales y ambientales negativos de nuestro actuar.
La responsabilidad social, a pesar de basarse en una imputación social y no individual, constituye una verdadera responsabilidad imputable y susceptible de desembocar en sanciones, y no un mero “compromiso” unilateral voluntario para cumplir con acciones altruistas a favor de la sociedad, cuando quiero y como quiero, sin que nadie me pueda exigir ni reprochar nada cuando no hago nada.
¿Cuál es la relación entre la “impacción” develada y la responsabilidad? Existen dos posibilidades. En un caso es una responsabilidad jurídica: prohibición del acto y sanción a los que, incumpliendo con la prohibición, son responsables ante la ley. En otros casos, son modos enteros de producción, vida y consumo, los que están en juego y que intervienen en los problemas sistémicos diagnosticados (problemas ecológicos, económicos, culturales, etc.). La lucha contra los impactos negativos, en dichos casos, es cuestión de responsabilidad social.
Si pudiéramos empezar seriamente a diagnosticar y tratar los impactos negativos de cada organización, habría ciertamente más incomodidad al inicio en las iniciativas de responsabilidad social, pero más eficacia y felicidad al final, porque la responsabilidad social no es cómoda acción altruista para los necesitados afuera de la organización, sino incómoda reorganización de sus rutinas adentro para su mejora continua (supresión de sus “impacciones”). Si pudiéramos confundir menos los problemas que dependen de la responsabilidad jurídica de las organizaciones con aquellos que remiten a su (co)responsabilidad social, lograríamos ciertamente menos pelea ideológica alrededor del tema de la responsabilidad social. Podríamos avanzar más en el ámbito de la responsabilización jurídica de las empresas, sobre todo las transnacionales (que tienen por el momento demasiados derechos y muy pocos deberes), y también avanzar más en el ámbito de las innovaciones inter-organizacionales para el fomento de una economía global más justa y sostenible.