Apuntes sobre la responsabilidad social

El siguiente artículo es una selección de fragmentos del texto del Dr. François Vallaeys denominado «Definir la responsabilidad social: una urgencia filosófica», disponible aqui.

¿Qué es la “responsabilidad”? Es el hecho de responder por sus actos, frente a los demás, y responder por el futuro en general. Esta capacidad es la de un ser que tiene la facultad de hacer promesas y cumplirlas, es decir que puede “disponer por anticipación del futuro”. Tal promesa de futuro deseado nunca es solitaria ni unilateral. Prometemos a los demás, y delante de los demás. Y, por eso mismo, ellos esperan algo de nosotros y nos juzgan en referencia a lo que hemos prometido cumplir: nuestras promesas nos “ligan” y nos obligan a la rendición de cuentas.

Todas las promesas responsabilizan al que promete, lo transforman en el encargado de una misión delante de los demás, luego en sujeto pasible de sanción si fracasa o traiciona. Nuestras responsabilidades son cargas, pero nos honran y nos dan dignidad: cualquier ser humano existe en un espacio social de reconocimiento en el cual es “deudor” porque se espera de él ciertos comportamientos en lugar de otros. Un ser humano del cual no se esperaría nada, habría sido destituido de su humanidad. No hay humanidad sin responsabilidad.

Sin embargo, ninguna promesa es certeza, porque el futuro, por definición, rehúsa cualquier garantía. Por un lado, el ser humano es frágil, de ahí la necesidad de la amenaza de sanción para que las promesas hechas sean efectivamente cumplidas. No hay responsabilidad sin orden moral y jurídico instituido para dar una cierta continuidad de confianza social en general, con base en una coacción subyacente. Por otro lado, las contingencias y los imprevistos ocurren a menudo. Los riesgos acechan. Es por eso que la promesa es hermana del perdón, que los humanos se organizan colectivamente para domeñar el futuro (no podrían nunca individualmente), y que las responsabilidades que se le atribuye al individuo son limitadas. Porque no se le podría pedir más de lo razonable: controlar sus actos en forma racional, siguiendo reglas y misiones sociales preestablecidas, dentro de los límites de su poder y saber. Si no sabía o no podía hacer de otro modo, entonces hay que perdonarle: “no fue su culpa”.

No hay responsabilidad sin imputación de alguien en lugar de nadie. A la persona negligente que, por su comportamiento, aumenta los riesgos de daños, se le puede reprochar su irresponsabilidad, incluso si ella no lo ha hecho “a propósito”. Al contrario, todo lo que ocurre por azar es culpa de nadie. Es así cómo cada época arbitra los límites de las responsabilidades que reconoce, a la luz de su poder de control sobre el futuro, trazando la frontera entre el hecho de alguien y la ocurrencia de nadie, entre quién y qué. A menor poder técnico sobre el futuro, más importancia cobran los dioses o el azar; a mayor poder técnico, mayor responsabilidad de los humanos frente a lo que ocurre.

 

La globalización y la responsabilidad social

En la actualidad, nuestro actuar local, vuelto global, genera procesos que afectan a la totalidad del mundo humano y no-humano. Nos hemos vuelto una “bio-antropo-esfera” y habitamos en nuestros propios objetos que alcanzan a cierta escala una dimensión mundial, lo que hace que provoquen impactos globales. Ya no hay modo de externalizar los problemas en un mundo globalizado, sencillamente porque no hay un “afuera” donde externalizar. Todo rebota y se relaciona con todo, la acción humana con los procesos naturales y viceversa. Desde luego, no hay más fatalidad, no hay más “culpa de nadie”. Cada quien, desde su pequeña vida cotidiana, se ha vuelto mundial y sistémico. Es difícil de controlar y soportar. De ahí la necesidad de renegociar las estrechas fronteras de la responsabilidad a la nueva medida del mundo entero.

Quien tiene poder global debe tener responsabilidad global. Pero esta responsabilidad no puede ser imputada sin injusticia al individuo aislado o a ciertas personas de gran poder (jefes de Estados y/o Directivos de multinacionales, por ejemplo); porque sería como dar demasiada responsabilidad a quien no tiene real poder, o bien demasiado poder a quien no tendría que rendir cuentas a ningún contrapoder. Tenemos pues que compartir esta responsabilidad global, instituirla democráticamente como promesa de corresponsabilidad entre todos. Aquí nace la idea de una “responsabilidad social”, como exigencia de instituir una sociedad responsable en la que cada quien participe, según su poder en el futuro digno y sostenible de la humanidad, en coordinación con todos los demás, bajo promesa mutua de responsabilidad.

Y entonces llegamos a la cuestión de la responsabilidad social. Si la “responsabilidad social” fuera libre compromiso voluntario, no merecería ni siquiera el nombre de responsabilidad, puesto que toda responsabilidad implica deber de rendir cuentas, deber oponible al sujeto responsable por los demás. Si nadie puede oponer al “promitente” su propia promesa, si nadie se puede exigir cumplir con ella, entonces no hay promesa ni responsabilidad, hay sólo declaraciones de buenas intenciones, que pueden fácilmente esfumarse.
Así, la responsabilidad social no concierne sólo a las empresas; es más bien la exigencia de construir una sociedad responsable de sí misma, finalidad a la cual deben de colaborar todos los actores sociales privados como públicos, con o sin fines de lucro. Esto significa también que una organización jamás puede ser socialmente responsable sola, puesto que los impactos de su actuar la desbordan siempre hacia otras organizaciones.

 

Sustentabilidad y responsabilidad por los actos e impactos

La meta de la responsabilidad social es la transformación de nuestro modo de existir en el planeta. Somos responsables de asegurar la existencia digna y autónoma de nuestro prójimo y de nuestro lejano descendiente (justicia intra e inter-generacional).

Las responsabilidades moral y jurídica remiten a lo que las personas hacen (los actos); la responsabilidad social remite a lo que hace lo que ellas hacen (los impactos), los efectos colaterales de las acciones que, por definición, no son directamente percibidos ni deseados (efectos sistémicos, cruzados, globales). Los actos tienen un nombre propio, un autor imputable. Los impactos son anónimos, se parecen a la fatalidad, aunque la humanidad sea su causa, al menos en forma parcial (pensemos en el recalentamiento global). Los impactos no son directamente imputables a autores precisos, sino serían actos. Tratar a los impactos negativos como si fueran “culpas” sería exagerado, porque son “hechos sociales” que remiten a una “imputación social”. Por eso la responsabilidad social no es responsabilidad moral personal ni responsabilidad jurídica.

El dilema entonces es el siguiente: o bien yo quiero ser responsable sólo de mis actos, y me lavo las manos de todas las desgracias del mundo que estos actos inducen sin que yo lo quiera. Con esa posición cómoda, me vuelvo un irresponsable. O bien yo quiero también ser responsable de todas las lejanas consecuencias de mis actos, y ya no puedo asumir una responsabilidad que se ha vuelto excesiva para mis pequeñas fuerzas. Con esa posición irrealista de querer asumir lo que no puedo asumir, me vuelvo otra vez un irresponsable. En ambos casos, al querer ser responsable, me vuelvo irresponsable. El dilema sólo puede ser zanjado con decisiones ético-políticas y la institución de una corresponsabilidad ampliada entre actores sociales dotados de suficiente poder y saber como para influir sobre los impactos negativos detectados. Esto es la responsabilidad social, nada más ni nada menos.

Hoy en día, es la Ciencia, y las relaciones de causa y efecto que revela, la que nos permite renovar este dilema, transformando los impactos en saber, luego en casi actos: apenas empezamos a conocer la relación existente entre cierta práctica social y cierto problema público (por ejemplo: entre las emisiones de CO2 y el cambio climático; entre la alimentación industrial y el aumento del cáncer; entre la desregulación económica y el chantaje social y fiscal entre los Estados), entonces el impacto ya no aparece como una fatalidad (la culpa de nadie) sino como el efecto colateral generado por un conjunto de interacciones sociales (nuestra responsabilidad, puesto que se trata de un efecto “social”). El impacto anónimo se vuelve “nuestro” impacto. Pierde su carácter anónimo, y, al mismo tiempo, suscita el deber de asumirlo colectivamente, como nuestra corresponsabilidad. No se trata todavía de nuestro acto, pero ya no es el azar. Para designar esta paradójica categoría de actuar que no es ni acto, ni fatalidad, quizás podríamos inventar la palabra: “impacción”; mitad impacto, mitad acto. Frente a los “impacciones” negativos del actuar social, es razonable que los deberes de justicia y sostenibilidad nos exijan responsabilidad y reparación, desde luego oponibilidad y rendición de cuentas.

Es por eso que la responsabilidad social de las ciencias y su capacidad crítica, son tan importantes: no hay modo de responsabilizarnos por nuestros impactos si estos quedan en los limbos. Otra vez, hay que considerar la responsabilidad social de todas las organizaciones, bajo el deber de reflexión, investigación y divulgación transparente de todos los impactos sociales y ambientales negativos de nuestro actuar.

La responsabilidad social, a pesar de basarse en una imputación social y no individual, constituye una verdadera responsabilidad imputable y susceptible de desembocar en sanciones, y no un mero “compromiso” unilateral voluntario para cumplir con acciones altruistas a favor de la sociedad, cuando quiero y como quiero, sin que nadie me pueda exigir ni reprochar nada cuando no hago nada.

¿Cuál es la relación entre la “impacción” develada y la responsabilidad? Existen dos posibilidades. En un caso es una responsabilidad jurídica: prohibición del acto y sanción a los que, incumpliendo con la prohibición, son responsables ante la ley. En otros casos, son modos enteros de producción, vida y consumo, los que están en juego y que intervienen en los problemas sistémicos diagnosticados (problemas ecológicos, económicos, culturales, etc.). La lucha contra los impactos negativos, en dichos casos, es cuestión de responsabilidad social.

Si pudiéramos empezar seriamente a diagnosticar y tratar los impactos negativos de cada organización, habría ciertamente más incomodidad al inicio en las iniciativas de responsabilidad social, pero más eficacia y felicidad al final, porque la responsabilidad social no es cómoda acción altruista para los necesitados afuera de la organización, sino incómoda reorganización de sus rutinas adentro para su mejora continua (supresión de sus “impacciones”). Si pudiéramos confundir menos los problemas que dependen de la responsabilidad jurídica de las organizaciones con aquellos que remiten a su (co)responsabilidad social, lograríamos ciertamente menos pelea ideológica alrededor del tema de la responsabilidad social. Podríamos avanzar más en el ámbito de la responsabilización jurídica de las empresas, sobre todo las transnacionales (que tienen por el momento demasiados derechos y muy pocos deberes), y también avanzar más en el ámbito de las innovaciones inter-organizacionales para el fomento de una economía global más justa y sostenible.

Mucho gusto, Sr. Lacan

Mi papá quiere salir hoy a la noche. Me dice que quiere ver una obra de teatro sobre Lacan, una comedia con dos personajes: el célebre psicólogo y su secretaria asturiana. Me pregunta si sé quién fue Lacan… y yo me doy cuenta de que tengo poco que contestarle. ¿Quién fue Lacan? Fue psicólogo, francés, y lo asocio a la aplicación de conceptos de la linguística a la psicología. Según recuerdo, hablaba de las intencionalidades que afloran inconscientemente en el lenguaje y que permiten analizar el psiquismo a partir de lo que se dice, lo que no se dice, los silencios, los fallidos. Hasta ahí llegó mi conocimiento, a lo que mi hermano acota que su obra estuvo prohibida durante la última dictadura en la Argentina. Así que, despierta la curiosidad, me puse a indagar. Y esto fue lo que encontré.

Jacques Lacan (1901-1981) fue un médico psiquiatra y psicoanalista francés, exponente fundamental de la corriente estructuralista. ¿Qué postula esta corriente? Que en las ciencias humanas se debe analizar un campo específico como un sistema complejo de partes relacionadas entre sí. Esto quiere decir que se deben buscar las estructuras a través de las cuales se produce el significado dentro de una cultura, ya que éste es producido y reproducido a través de prácticas, fenómenos y actividades que sirven como sistemas de significación.

Lacan era muy activo en el mundo de los escritores, artistas e intelectuales parisinos de la época. En 1953 inició un seminario semanal en el Hospital Sainte-Anne de París, que resultó muy influyente en la vida cultural parisina así como en la teoría y la práctica clínica psicoanalíticas. Los seminarios, que desarrolló durante 30 años, atraían grandes asistencias y se han convertido en uno de sus principales legados, a través de las transcripciones de las grabaciones magnetofónicas de su propia voz. Pese a su estilo sumamente barroco y complicado, que ha generado la impresión dificultad para entender de lo que se trata su obra, es más fácil de comprender que su obra escrita, de prosa oscura y rebuscada.
Se dedicó durante su vida a reinterpretar y ampliar la práctica psicoanalítica, incorporándole además a nivel teórico nociones de origen lingüístico, filosófico y topológico que lo llevaron a redefinir muchos de los principales términos del léxico psicoanalítico. Lacan buscaba reorientar el psicoanálisis hacia la obra original de Freud, ya que consideraba que el psicoanálisis post-freudiano se había desviado cayendo en una lógica a veces biologicista u objetivadora del sujeto propio del psicoanálisis.

Es famosa su frase de que “quien quiera ser lacaniano es libre de serlo, pero yo mismo me considero freudiano”. Esto se debe a que él mismo definía a sus aportes como un “retorno a Freud”.  Así, acusó a muchos de los psicoanalistas coetáneos por haber distorsionado y parcializado la teoría de Freud, con lo cual se ganó fuertes enemistades. Vivió por ello fuertes tensiones con la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA), y un progresivo distanciamiento de sus colegas franceses.

Lacan hizo una relectura de Freud a partir de la aplicación de nociones lingüísticas tomadas de Ferdinand de Saussure. Una de sus primeras hipótesis fuertes es que el inconsciente está estructurado como un lenguaje (lo que no quiere decir que se reduzca a un lenguaje) y opera combinatoriamente por los mismos procesos que generan la metonimia y la metáfora.

Según sus ideas, estos son dos procesos psíquicos usados por el inconsciente para manifestarse. En la metáfora, el inconsciente realiza una analogía entre dos elementos comparables, mientras que en la metonimia, identifica una cosa o idea con otra por asociación. El siguiente ejemplo trata de ilustrar este punto: una persona que odie a su padre, al no poder hacer consciente este sentimiento, desarrolla una aversión aparentemente inexplicable hacia la marca de cigarrillos que éste fumaba. En este caso, lo que el padre significa para el sujeto (significado) se traslada del significante inicial (el padre) hacia otro que está relacionado (los cigarrillos).

Utilizó analogías matemáticas, como la banda de Moebius, para demostrar la relación entre las dimensiones de lo consciente y lo inconsciente y así reforzar la idea freudiana de la existencia de lo inconsciente como dimensión que no significa «subyacente» a la consciencia. Por otra parte, utilizó la idea matemática del nudo borromeo para explicar la imbricación de las tres dimensiones que componen la estructura dinámica en la que se basa la constitución subjetiva: el desanudamiento de cualquiera de los tres registros provoca el desanudamiento de los otros dos.

Lacan rechazaba la denominación de «paciente» para quien sufre de problemas psíquicos, sosteniendo que durante la terapia, el analizado es protagonista y debe adoptar un rol activo respecto a sí mismo, convirtiéndose en «analizante» de su propio pensamiento. El método psicoanalítico lacaniano se aproxima a la mayéutica de Sócrates: el psicoanalista reflexiona con el analizante el discurso para que este llegue a replantearlo y logre realizar un procesamiento, reconocimiento y verbalización de afectos traumáticos. Estos se han encontrado reprimidos en lo inconsciente, pero este proceso les permite salir a la luz. La persona queda así curada como resultado de su propia acción, aunque en presencia del analista que lo asiste.
Para Lacan el tiempo de duración de una sesión no está fijado de antemano. Para él, la finalización de la sesión es considerada una intervención del analista que es necesario evitar. La sesión puede durar 20 o 30 minutos o apenas algunos minutos, hasta que se hace presente el objeto a, esto es: cuando durante la sesión aparece un signo importante, que puede ser una palabra clave, se interrumpe la sesión para que el analizante pueda considerar aquello que ha expresado.

Por todo ello, Lacan fue un personaje controvertido en todo sentido, ya que no quedó libre de disputas y polémicas por su  estilo innovador, y su obra, lejos de haber cosechado aceptación universal, es fuente de grandes debates (incluso dentro de la comunidad psicoanalítica).

Michel Foucault

Michel Foucault vivió hasta 1984. Provenía de una familia de médicos y psicólogos, por eso la “cuestión médica” está muy presente en su obra. En ella podemos distinguir tres etapas. En la primera, durante las décadas de 1950 y 1960, escribió la “historia de la locura”, “el nacimiento de la clínica”, “las palabras y las cosas”. Durante la segunda etapa de su trabajo se dedicó al estudio de la sociedad disciplinaria, escribiendo su libro “vigilar y castigar”. En la tercera etapa desarrollo el concepto de biopolítica y realizó una relectura de la filosofía griega. De su amplia actividad docente en el College de France existen ediciones de sus clases desgrabadas (en Argentina las editó editorial Paidos).

Foucault generó un nuevo horizonte de sentido para la filosofía con la fundación de la biopolítica. El concepto está desarrollado en el volumen 1 de la “historia  de la sexualidad”, en el capítulo denominado “la voluntad de saber”. La biopolítica trata a la vida como problema filosófico. A la política le interesa la vida como poder, ya que el poder se ejerce sobre la vida de la población. Trabaja también sobre la medicalización de la vida, donde el médico pasa a ejercer el rol que antes ejercía el sacerdote. Aparecen así discursos sobre lo sano y lo enfermo.

El poder es cada vez menos circunscribible y más difícil dar batalla contra el, ya que el poder excede y traspasa la voluntad de lo humano. La máquina del poder está invisibilizada, ya que está en todas las cosas en que nos sentimos libres y autónomos.

Esto se debe a que aparecen criterios de normalización, es decir, que indican qu es lo “normal”, o mejor dicho, que se entiende como normal en ese contexto. Normal proviene de norma, y por ello estos mecanismos son claves para entender la biopolítica. La normalidad es incuestionable, y se diferencia de la anormalidad, que son aquellos elementos que ponen en evidencia a la normalidad. De esta manera, el poder hoy ya no reprime, es decir, ya no hay una demarcación por la negativa: el poder se ejerce hoy por la normalidad.

A diferencia de la ley, que permite y prohibe, la norma se internaliza, se ejecuta y ordena la existencia. La norma representa la experiencia desnuda del orden. Pero, ¿el orden es natural o se imprime y se impone? De hecho, el sujeto que ordena es ya fruto de ese orden.

Para el estructuralismo, el sujeto está sujeto por estructuras que lo desbordan y lo transforman. En este caso, si el sujeto es dueño de sí mismo, ¿que sujeta al sujeto? ¿Es el lenguaje? ¿El inconsciente? La clave está en darse cuenta de que en realidad el sujeto no es autónomo; de hecho, el sujeto ha muerto porque está consciente de que está sujetado.

El orden no está en las cosas sino que se imprime en las cosas. Entre el lenguaje y la realidad hay un orden que tira abajo la idea de que entre palabras y cosas hay algún tipo de equivalencia. El orden dispone las cosas y las entendemos a través de esa radicalización. No sabemos cuál fue el pacto originario del lenguaje, pero es claro que las palabras no equivalen a las cosas, sino que dependen de un marco conceptual, de un paradigma que imprime el sentido original. En este sentido, el libro “las palabras y las cosas” de Foucault inspiró a Borges a escribir cuentos que versan sobre ese orden que implica el lenguaje, tales como “El idioma analitico de John Wilkins” y “Tlon Uqbar orbis Tertius”. En este último, el poder ordenador del lenguaje queda de manifiesto cuando Borges describe el lenguaje de un país donde no existen los sustantivos, y que por tanto, al generar otro tipo de orden, se genera otra realidad.

El problema radica en encontrar los elementos que estructuran, y por qu estructuran de esa manera y no de otra, ya que todo puede ordenarse de otra manera. Thomas Kuhn trabaja la idea de paradigma: el episteme (conocimiento) se da dentro de un marco teórico, conceptual, intelectual, marcado por una época y sus circunstancias. Cada tanto, el paradigma cambia y con este la forma de ordenar la realidad y la forma de conocer. Así, en cada época, la verdad se construye.

Foucault desnaturaliza y deconstruye los conceptos, entre ellos, el concepto de progreso. Hay progreso si hay continuidad, si se resuelven problemas que frenan el avance. Sin embargo, la historia de las ideas es una historia de discontinuidades, donde la idea de progreso no puede aplicarse. Foucault estudia el cambio de episteme de una doble manera; por un lado, el modo en el que el saber se une con el poder; por otro, como con el cambio de episteme cambian el mundo y las ideas.

El saber es siempre funcional al poder porque lo fundamenta. Detrás de la forma en que se presentan las verdades está el poder, estructurando la construcción de un sentido común que surge de la unión del saber y el poder. Se trata de un orden del discurso que se instala como normal.

En “el nacimiento de la clínica” Foucault desarrolla la idea de la enfermedad como construcción social. Allí detalla como desde el siglo XVII las instituciones de encierro recluían al pobre, al marginado y al delincuente. En esas instituciones comenzaba un proceso de domesticación de los cuerpos que llevaba a un ordenamiento. El poder comienza a ejercerse así sobre los cuerpos políticamente dóciles y económicamente productivos, buscando obtener la rentabilidad productiva de esos cuerpos.

En la cárcel surge la idea del panóptico, que significa el ojo que todo lo ve. El preso se porta bien porque no sabe cuando lo están mirando. Esta forma se transfiere a las otras instituciones, mostrando que el poder vigila y castiga. El panóptico termina introyectándose, y de esta manera genera una autonormalización y autodisciplinamiento. Así el poder obliga, pero sin tener que hacer uso de la represión.

Como elemento ejemplificador, Foucault usa el análisis del cuadro de las meninas de Velázquez. En el, el pintor está retratando a los reyes, que son los que miran la escena. Sin estar visibles, están presentes en el cuadro. Como los reyes en el cuadro de Velázquez,  somos el sujeto invisible que da sentido. Cuanto más se habla algo, ms se instala como sentido común.

Sin embargo, donde hay poder hay resistencia. La resistencia está en la anomalía, en lo que escapa al sistema normalizador. La resistencia deja de lado la normalidad y se constituye en una anomalía. Sin embargo, el poder necesita de una resistencia para seguir gobernando, porque es en esa anomalía que el poder se apoya para poder seguir sosteniendo la normalidad deseable.

Martin Heidegger

Martin Heidegger vivió entre 1889 y 1976. Su libro más conocido, “El ser y el tiempo”, habla de los dos temas más importantes abordados por Heidegger: el ser y la nada. Es un pensador que se sale del sentido común establecido, de lo que se habla de manera general. Para Derrida, es el padre de la deconstrucción, ya que busca desestructurar todo sentido común sin reemplazarlo por otro. Como seguidor de Nietzsche, desarrolla sus ideas durante el siglo XX y las lleva al paroxismo. Así, retoma como tema el retorno a los problemas originarios, ya que va a considerar que la cultura occidental nace de un error.

Se lo vincula al nazismo ya que estuvo afiliado al partido Nacionalsocialista alemán. En la universidad, tuvo a Husserl como tutor. Cuando Husserl fue echado de la universidad por ser judío, Heidegger tomó su lugar; aunque renunció al puesto en 1937 cuando comenzó a ver hacia dónde iba la tendencia del gobierno. Esta situación genera un amplio debate. ¿Cuánto se puede separar la vida personal de la obra de una persona? ¿La biografía influye en la lectura de una obra? ¿De qué manera influye la biografía, nos condiciona o nos enriquece? Entender el contexto de creación de una obra, ¿habla del autor o habla del lector? Para Habermas, miembro de la escuela de Frankfurt, la obra de Heidegger va a ser nazi; otros autores van a buscar elementos nazis en la obra de Heidegger. Esto refleja que en el fondo molesta que un pensador que marque tanto a la filosofía sea nazi; uno se siente en el fondo emparentado con él.

En la formación intelectual de Heidegger se reconocen tres corrientes. Por un lado, la fenomenología, a la que pertenecía Husserl. Se trata de una corriente filosófica contra el positivismo, que es una corriente que se caracterizaba por su rigidez: el positivismo consideraba que la ciencia valida los hechos, de modo que el único conocimiento verdadero era el científico. Contra esto, la fenomenología propone recuperar lo primario, lo originario. Ir al fenómeno descargándolo de marco teórico; recuperar así lo descartado, lo oculto. Esta corriente rechaza lo obvio, aquello que se muestra a la sociedad y que oculta otra realidad, ya que lo obvio obtura la existencia de otros caminos posibles. En este sentido, Husserl utilizaba el concepto de epoje: poner entre paréntesis, es decir, suspender el prejuicio y separar del marco teórico.

La segunda corriente que influyó en el pensamiento heideggeriano fue el existencialismo, que se aboca al problema del hombre en relación a su propia existencia como ser humano. En Heidegger, el estudio del ser supera a la existencia: el ser supera a lo humano. Su proyecto es buscar la superación del constructo de lo humano en algo que llamara posthumanismo. Postula que no somos dueños de nosotros mismos, mostrando el lugar sitiado del hombre en el mundo; y también cuestiona la racionalidad humana.

Heidegger considera que la construcción de la cultura tiene por objetivo ocultar que nada tiene sentido, pero que aún así no termina de convencernos. La cultura actúa como una droga que hace que te aferres a ella para que las cosas tengan sentido, y dejar así de preguntarse. La solución que Heidegger propone es asumir la finitud y recuperar la muerte: tomar conciencia de que la muerte siempre llega a destiempo, porque uno siempre está realizándose.

El ser no es, existe; y la existencia es gratuita. El ser humano todo lo puede producir, menos a sí mismo; no puede explicar su existencia. Lo humano es un proyecto abierto, la racionalidad humana es una de las tantas facetas de lo humano. Dentro de esta corriente, Kierkegaard afirmará que la angustia existencial no es mala, ya que libera.

La tercera influencia en el pensamiento de Heidegger es la teología, motivo por el cual se lo considera un pensador postreligioso. La teología en el cristianismo del siglo XX implica repensar lo divino. Heidegger no habla del ser sino de la pregunta por el ser, recuperando el sentido de la pregunta, de la interrogación, es decir, toma a la pregunta en tanto pregunta y no por la respuesta que esa pregunta pueda tener: no tiene intención de buscar su respuesta.

En el pensamiento de Heidegger hay tres grandes temáticas presentes: el ser y el tiempo, la destrucción de la metafísica y la idea de que la causa del olvido del ser es el lenguaje. Por esto último, va a crear neologismos, algo posible en su lengua materna (alemán) mediante la estructura de las kompositas (unión de palabras para formar un nuevo concepto). Con todo esto tratará de mostrar lo inefable del ser, es decir, aquello que no puede ser dicho del ser. Por ejemplo, consideraba que al escribir la palabra ser, había que tacharla (ser), para mostrar lo inexpresable del ser.

Para Heidegger, la importancia de la pregunta radica en el hecho de que el ser está olvidado desde siempre. Por eso, a la historia de la filosofía hasta Nietzsche la va a llamar metafísica: la historia de la cultura occidental es la metafísica del olvido del ser, hasta que con Nietzsche, el ser no existe más.

Heidegger va a marcar una diferencia ontológica entre dos conceptos que el hombre occidental nunca vio: por un lado, el ser; y por otro, un concepto que se le impuso, que lo absorbió y aunó, domesticando al ser y presentándose como si fuera el ser. Ese segundo concepto es el Ente: la cosa. El ente se comió al ser, de manera que cuando preguntamos por el ser, contestamos con cosas (entes).

En un texto llamado “la cosidad de la cosa”, Heidegger establece que el ente es lo que es, pero no el ser en sí. Todo lo que se puede decir es una cosa, ya que el lenguaje habla de los entes. El ser es ontológicamente previo a las cosas, ya que si algo es, también pudo no haber sido; y si no es, no puede ser caracterizado. El ser permite que la cosa sea: antes de ser ente, el ente es: “ES”.

El problema entonces es que el lenguaje cosifica. Heidegger es un hermeneuta (referido al arte de la interpretación), por lo que reconoce que hablamos desde una comprensión del ser que es una interpretación. Toda interpretación está delimitada (tiene límites), definida (tiene un fin) y determinada (tiene términos). La cosa acontece entonces de formas diferentes para cada uno. Esto no es fruto de  una elección voluntaria, ya que el hombre está arrojado a un mundo lleno de sentidos previos. Es decir, estamos entramados en un plexo de sentido donde una cosa remite a otra cosa, y sa cosa a otra cosa, y así hasta el infinito.

La comprensión del ser es preontológica (sabemos que es pero no lo podemos explicar); el conocimiento es una de las tantas formas de relacionarnos con las cosas. La racionalidad del conocimiento es disposición, me encuentro con las cosas desde un estado de ánimo que es previo a la explicación racional. La pregunta por el ser suprime la dictadura del ente, lo descomprime, porque permite preguntar por qué no puede ser de otra manera.

El ser es inexpresable, o es el conjunto de las interpretaciones dadas sobre el ser a lo largo de la historia. El ser puede ser aprehendido en contraposición con el no-ser, o sea, con la nada. Esa relación simbiótica da el ente, que es el límite para el lenguaje: la cosa es porque no es otra cosa al mismo tiempo. La nada revela al ser. ¿Por qué el ser y no más bien la nada? ¿Por que hay cuando pudo no haber habido nada?

Heidegger explica que hasta entonces, todos explicaron al ser desde algo supremo, ya sea Dios, la razón, la lucha de clases u otros elementos. Sin embargo, nadie ha contestado por la nada, nadie explica el no haber. Para él, la nada es la muerte, a la vez que la consciencia de que todo es contingente. El problema del ser humano es creerse cerrado, definido; no es consciente de que el ser no alcanza: se debe existir. El ser humano es posibilidad, y él mismo debe elegir en un sinfín de posibilidades. Cuando elige una, descarta infinitas posibilidades que pierde irremediablemente. en esta idea se basta Kierkegaard para definir el concepto de angustia.

Heidegger llega entonces a la conclusión de que “soy para la muerte”: la posibilidad de la imposibilidad de las posibilidades. Así, la muerte es una oscilación entre dos extremos: el “falta mucho”, que aleja el descenlace hacia adelante; y el “ya”, que marca que la muerte es inminente. Todas estas consideraciones hicieron que Heidegger acuñara el concepto de da-sein (del alemán, da: aquí, sein: (ser/estar). En el da-sein, el ser se pregunta aca, ahora. El hombre que no es da-sein, pasa su vida como una planta, simplemente existiendo. De esta manera, la muerte es lo más propio que tenemos, un faro que, según Heidegger, alumbra todo lo que hacemos.

Walter Benjamin

Walter Benjamin vivió entre 1892 y 1940, y se lo considera integrante de la Escuela de Frankfurt. Se trata de un pensador anómalo por su escritura, que según Theodor Adorno está alejado de toda corriente. Sin embargo, se reconocen tres tendencias que estructuran su filosofía: el marxismo, el mesianismo judío (es decir, no la tradición judía sino la parte más mística del judaísmo) y el romanticismo antiiluminista (que cuestiona a la modernidad racional y postula la emergencia de lo emocional).

El iluminismo no admitía elementos que no pudieran ser validados por la razón: el pensador iluminista tiene un poder y es autónomo, es decir, se da sus propias leyes. De esta manera, se erige en juez ltimo: no cree, sino que tiene confianza absoluta en el producto humano concebido por la ciencia, considerada el matrimonio entre la razón y los sentidos.

El romanticismo, en cambio, está basado en experiencias numínicas, existenciales: cuando las palabras no alcanzan, hay algo que le pasa al ser humano. “Prefiero el silencio de los dioses a las palabras del humano”, dirían los románticos, haciendo alusión a que es preferible la ausencia de Dios que aquello que quiere mostrar el hombre de manera racional. El pensador romántico se caracteriza por la “sensación de indigencia espiritual, cuando los viejos dioses se han ido y los nuevos aún no han llegado”; representando la desaparición de las viejas certezas y absolutos tanto como la ausencia de nuevas premisas que los reemplacen. Lo propio del romanticismo es la melancolía: Dios ha muerto y es imposible de resucitar, es un fantasma al que se lo añora.

Benjamin vivió la primera mitad del siglo XX, donde florecen las vanguardias artísticas. En esa época, la efusión del arte reemplaza a la discusión entre la ciencia y la religión por la discusión entre ciencia y arte. Ante el hecho de que la religión no puede desplazar a la ciencia, se encuentra que el arte puede tomar los valores de la religión (despojado de dogmas), ya que estos son personales, inexpresables y subjetivos en su recepción. MIentras que la religión se asentaba en el sostenimiento de una certeza, el arte asume la ausencia del absoluto y del vacío que deja la desaparición de las religiones. En este sentido, la socialización del arte es celebrada por su carácter emancipatorio desde el costado marxista del pensamiento de Benjamin.

En su “Tesis de la filosofía de la historia” de 1940, trabaja la relación entre arte y ciencia cuando habla de “la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, analizando la muerte del arte y el problema de las industrias culturales que surgen para reemplazarlo. La socialización del arte no se refiere a su masificación. Esta última es posible gracias a los formatos tecnológicos que llevan al arte a la vida privada, peor que hacen que el arte deje de ser una experiencia original. Gracias a la técnica, es posible tener un disco, una película… y de esta manera, se termina generando un arte pensado para la reproductibilidad técnica, y pierde su carácter original y expresivo.

En cuanto a la influencia del mesianismo judío en el pensamiento de Benjamin, podemos decir que nació en Berlín, en el seno de una familia judía asimilada, es decir, en una familia que buscaba ser buenos alemanes más que buenos judíos. En el siglo XIX, se le pide a los judíos alemanes que prioricen los aspectos generales de su identidad (humano, europeo, nacional) a su aspecto particular (la identidad judía) si querían acceder a la igualdad de derechos. El planteo se vincula con la concepción de que la identidad (proviene de idem: igual) es binaria (se es o no se es) y supone la existencia de una clasificación clara. En este marco, los judíos no respondan a esa concepción ya tenían una identidad doble: eran a la vez alemanes y judíos, puesto que el ser judío no es solo profesar una religión, sino también ser parte de un pueblo, de una nación.

La primera generación de judíos que quedó bajo este marco optó por dos caminos: o se transformaban en asimilados (priorizando la identidad alemana a la judía) o en marxistas, donde la universalización operaba a nivel de clase: ni judío, ni cristiano, ni alemán: burgués o proletario.

La segunda generación de estos judíos (a la que pertenecía Benjamin) estaba influida por el romanticismo y comenzó a intentar recuperar elementos de los orígenes. En este contexto, se recupera la idea del mesianismo en sus dos vertientes: la religiosa y la revolucionaria. El mesianismo es un elemento del fundamentalismo religioso, ya que el Mesías es el enviado e Dios, el Salvador, encargado de traer la redención, es decir, de salvar del pecado (la muerte) y restaurar un estado originario. En su vertiente revolucionaria, el mesianismo une elementos de la religión con el pensamiento marxista, y de esta manera, debe dejar de ser el mesianismo trascendente y religioso para ser la redención de los oprimidos de la historia. A esta segunda adscribiría Benjamin.

Para el mesianismo revolucionario, la falla original está en el capitalismo, y el objetivo es llegar a redimir a los oprimidos, a los derrotados. ¿Como reparar a los grandes derrotados de la historia? Ya no alcanza con una revolución, puesto que se lograría redimir a los del presente, pero no se podría redimir a los muertos de la historia. La solución es entonces cambiar todas las estructuras de la historia: hay historias de vencedores y de derrotados, pero la cuestión está en quien escribe la historia. La historia se cuenta desde la perspectiva y conveniencia de los vencedores, silenciando y justificando la exclusión de los vencidos. En este sentido, Benjamin dice que “todo documento de la cultura siempre es documento de la barbarie”, y se refiere a la doble muerte que sufren los derrotados, puesto que no solo han perdido la batalla, sino que su voz ha sido silenciada. Por esto, se redime a los derrotados refundando la idea de la memoria, ya que la memoria es una cuestión política. Así, la rememoración debe recuperar las voces de los derrotados.

El mesianismo busca salir de la estructura de lo posible, lograr una revolución en la idea de tiempo, que se tomaba de modo lineal desde el iluminismo. La intención era restaurar las utopías no cumplidas, las de los derrotados, para que haya justicia. Pero existe un límite para esa revolución: este es que no se termine instalando la voz de los derrotados como voz oficial. Esto generaría una repetición del esquema que se quiere superar.

La rememoración no es más que la manifestación de una historia oficial meritocrática, una historia del “nosotros” que merece estar en el lugar donde está. La rememoración implica la relectura de la historia pasada y su recuento a las generaciones más jóvenes. Esa relectura está teñida de un resaltar los valores apreciados, y busca conmover, involucrar. El calendario litúrgico de las religiones se basa en eso: demos dos ejemplos. Recordar la Navidad es resaltar los valores de pobreza, hospitalidad, comunidad, y es conmoverse y buscar la revolución. Recordar la pascua es contar el relato de Moisés, de la opresión y la salida de Egipto. En la rememoración, si la lectura es literal no sirve. Para tener sentido, cada año debe leerse la historia pensando en los cambios producidos, y de esta manera, cada año las lecturas tendrán un sentido diferente.

La historia entonces no reconoce un progreso lineal, ya que esa linealidad termina por opacar e invisibilizar otras líneas que se desarrollan. Se trata de interrumpir esa linealidad del tiempo para mostrar a contrapelo lo que el tiempo no muestra: interrumpir y deconstruir el tiempo en la matriz y su entramado de intereses, cuestionando así la idea de progreso, considerado como una sucesión de acontecimientos que avanzan.

Para ese tiempo, Paul Klee pintó el “Angelus novus”, que para Benjamin era el ángel de la historia. Este ángel ve uno y solo un momento catastrófico donde nosotros vemos una linealidad de hechos sucesivos a los que llamamos progreso. Al no ver el progreso, ve una gran catástrofe, mostrando que el progreso en realidad arruina, genera ruinas. Podríamos poner un ejemplo práctico, por ejemplo, la construcción de una autopista. Desde la perspectiva de la modernidad, representa un progreso, un rápido acceso a ciertos lugares. Pero desde la historia de la comunidad, significa la demolición y la desaparición de parte de esa historia. Es que el progreso implica la demolición del pasado.

La obra de Benjamin es fragmentaria, ya que el mismo se resistía a la sistematización. Admiraba a Baudelaire, poeta francés que presenta figuras del mundo moderno para mostrar el París en crisis de la vida moderna. De los “pequeños poemas en prosa”, que son relatos con un importante contenido social, Benjamin toma la imagen del flaneur, un “paseante” que se pierde, que a a la deriva. Para Benjamin, la ciudad es el dispositivo moderno que ordena, de tal manera que cualquier tránsito tiene sentido. De esta manera, el flaneur es una figura de la resistencia, que construye la perdición.

“Voy a que la ciudad me sorprenda” dirá, en alusión a tratar de escapar de la historia oficial y de la racionalidad ordenadora. Benjamin tenía mucho optimismo tecnológico, ya que vivió el mundo de la preguerra.

Friedrich Nietzsche

Friedrich Nietzsche vivió entre 1844 y 1900. Fue sumamente criticado porque no es un filósofo, sino más bien un escritor crítico de la cultura. En su obra se destacan tres etapas. La primera está compuesta por textos polémicos pero claros, donde hay un lineamiento racional. En la segunda etapa, rompe con la filosofía académica y escribe aforismos. La tercera etapa es la del libro “Asi hablo Zaratustra”, donde parodia al Nuevo Testamento escribiendo mediante metáforas y parábolas. Sus últimos 11 años de vida los pasó en un neuropsiquiátrico.

Del pensamiento nietzscheano conviene tomar ideas, conceptos, ya que cuesta entender las tesis fundamentales del autor. Existe una fuerte tendencia a asociarlo con ideas fascistas totalitarias; sin embargo, se pueden encontrar múltiples lecturas que lo asocian a los más diversos temas; esto se debe a que Nietzsche fue muy crítico contra todo y todos.

Heidegger, pensador nietzscheano, dirá que Nietzsche es un pensador del ser, un pensador metafísico, que hace ontología. De hecho, ser considerado el último pensador metafísico de la larga serie que empezó con los pensadores griegos. Lo que Nietzsche establece, en la búsqueda del origen propia de los metafísicos, es que no hay un principio, sino un abismo. En este sentido, realiza una filosofía antimetafísica, pero que se pregunta por el origen de las cosas.

Fue el creador del nihilismo (del latín nihil: nada), corriente que sostiene que la vida carece de significado objetivo, propósito, o valor intrínseco; esto es, niega todo aquello que pretenda dar un sentido superior, objetivo o determinista a la existencia, pero a la vez es favorable a la perspectiva de un devenir constante de la historia, sin ninguna finalidad superior o lineal. Desde esta perspectiva, el nihilismo considera a la ciencia, a la filosofía y a la religión como creaciones humanas para ocultar la angustia que genera la consciencia insoportable de la nada.

Para Nietzsche no hay ser, ni hechos; solo interpretaciones. Esto quiere decir que no hay verdad, sino intentos de dibujar elementos que calmen. En su momento, este pensamiento representó una fuerte crítica al positivismo de la época y a su pretensión de alcanzar la verdad objetiva. El sujeto que interpreta es también una interpretación: está atravesado por una libertad ilusoria; ya que ni siquiera todo es subjetivo desde el momento en que el que interpreta no es libre del lenguaje. El conocimiento es, entonces, emocional.  

El lenguaje es un marco previo que me habla; y la normativa del lenguaje rige aún el pensamiento. Es un marco no elegido, una fuerza que condiciona, y que transforma al sujeto en un sujeto sujetado.

Un hecho es algo cerrado, algo inmutable, que ya no cambia. El hecho objetivo es inalcanzable, ya que el ser humano está limitado, y esto hace que interprete. Para Nietzsche, la interpretación es el hecho: todo puede ser de otra manera, todo puede ser interpretable, y hay interpretaciones que resultan más consensuadas y aceptadas que otras. Cuanto más consensuada es la interpretación, más poder tiene (y ejerce); se trata de interpretaciones hegemónicas que se imponen como si fueran la verdad. Por ello, se deben cuestionar las “verdades” del sentido común, aquello que se acepta como obvio, ya que el poder se expresa en su capacidad de ocultarse.

Lo que existen entonces es una lucha de interpretaciones, cuyo campo de batalla es el conocimiento. Las apariencias son apariencias de la verdad: esto quiere decir que hay una verdad, ya que si no hay verdad, no hay apariencias. La verdad es un ejercito de metáforas en combate. Esto lleva a asumir la contingencia de todo sentido, lo transitorio de todo conocimiento.

Hay más problema en lo que resulta obvio que en lo que resulta problemático; porque en lo obvio siempre hay algo oculto. Nietzsche no propone algo extremo, sino el desvelamiento, la crudeza de lo real, el hiperrealismo: descubrir aquello que el pacto de la cultura decidió ocultar para no mostrar.

La hermenéutica (del griego hermeneia: técnica para interpretar) es el arte de la interpretación, una destreza. Interpretamos textos, es decir, productos del lenguaje. El primer tratado de hermenéutica es de Aristóteles. Luego, hubo una hermenéutica religiosa, que es la que en la Edad Media interpreta la Biblia. La Biblia fue el primer libro interpretado hermenéuticamente a fondo, ya que Dios es ontológicamente diferente a nosotros y habla por tanto un lenguaje ininteligible para el ser humano. Dios “maquilló” sus ideas en lenguaje humano para que nos sea accesible, pero el hombre debe encontrar el lenguaje oculto. En este sentido, la hermenéutica religiosa supone que hay una interpretación verdadera.

En el siglo XV, con la aparición de la imprenta, todo texto se vuelve interpretable, dando lugar al surgimiento de una hermenéutica literaria. Sin embargo, la matriz religiosa perdura en el hecho de que se considera que todo texto tiene una interpretación única. La pregunta hermenéutica será ¿cuál es el límite? ¿cual es la interpretación más verdadera? A partir de esto aparece luego una hermenéutica relativista, donde la validez de la interpretación reconoce límites. Se induce al texto a ser lo que queremos que sea, y de esta manera, el texto no existe porque es siempre una interpretación.

Finalmente, existe una hermenéutica de lo real, una ontología hermenéutica, que se trata de interpretaciones vencedoras que se imponen e interpretaciones derrotadas que se esconden. Desde este punto de vista, el lenguaje es político, porque se trata de poder. De allí surge la frase de Nietzsche: “la verdad es la mentira más eficiente”, ya que la mentira es una interpretación que triunfó y logró ser creíble, creída. Así, la verdad es el arte del convencimiento.

El conocimiento se genera para crear seguridad; la interpretación occidental es hegemónica porque logró tranquilizar. Esa búsqueda de la seguridad y la tranquilidad es el gran karma del ser humano, que busca sustraer el vértigo de la existencia (entendida como la contingencia de lo real) que genera es angustia pura. Esa angustia se mitiga haciendo cosas, “creando sentido”.

En la antigüedad griega, se representaba esto mediante la tensión de dos dioses que convivan en el Olimpo: Apolo y Dionisio. Apolo era la razón y la palabra; la razón que ordena, filtra y mediatiza, generando una explicación tranquilizadora. Dionisio en cambio era la carne (no el cuerpo), la sensación extrema que genera la consciencia sobrepasada de estar siendo; representaba la asunción de lo existencial. Los griegos adoraban a los dos por igual, y fue Occidente el que generó la jerarquía que establece que lo vinculado con Apolo es bueno, mientras que lo derivado de Dionisio es malo. La propuesta de los griegos era diferente: en el origen, somos conflicto, ya que esos dos dioses habitan nuestro interior. Y el conflicto potencia las diferencias, porque somos diferencias. En este sentido, la violencia no es la diferencia, ni el conflicto: violencia es arrasar las diferencias en nombre de la paz.

El hombre calmo es Apolo: el mito calma, ya sea este el amor, la amistad, el matrimonio, el capitalismo… Sin embargo, todos los vínculos son contingentes. Para vivir a pleno debemos saber que todo es contingente y vivir a pleno mientras dura esa existencia destinada a acabar. Para Nietzsche, los grandes responsables de la decadencia de Occidente son Sócrates y Jesucristo, ya que crearon la idea de que hay un más allá que nos lleva a dilapidar la existencia esperando la promesa del más allá. En su libro “el Anticristo”, Nietzsche cuestiona la institucionalización de la religión.

El hombre feliz es aquel que vive el conflicto Apolo-Dionisio que hay en su ser. Tenemos que volver a ser batalla: el yo tiene que ser ese campo de batalla; pero tampoco podemos dejar que gane Dionisio, porque allí nos faltaria Apolo. Y si me doy cuenta que uno me falta, es que no estoy tan condicionado como pensaba.

El hombre construye metáforas para explicar la existencia, y cuando las condiciones de existencia cambian, las viejas metáforas que antes servían pierden su sentido. La metáfora muere cuando ya no se usa. De ahí viene la metáfora de la “muerte de Dios” como una adaptación a la época: cuando muere Dios, el hombre puede volver a creer. Tomando a Dios como metáfora, su muerte representa la muerte de las verdades únicas y absolutas, de las certezas incuestionables. Con la aparición de los monoteísmos, se crearon ontoteísmos y se suprimieron las diferencias; fue el momento de la victoria de una interpretación sobre el resto. En este sentido, Nietzsche dice que “el dia que un Dios se creyó único, el resto se murió de risa”.

Nietzsche va desarrollando de qué manera la metáfora de Dios fue mutando y cómo esa idea de absoluto permanece hasta la “muerte de Dios”. En el mundo griego, se sostenía la dicotomía entre un mundo verdadero, inalcanzable, absoluto, y un mundo aparente que es el que podemos percibir; y el cristianismo retoma esa dicotomía. Kant plantea un cambio cuando asume que es imposible conocer la realidad de modo absoluto, ya que somos nosotros los que le imprimimos sentido. Sin embargo, el pensamiento kantiano reconoce a la razón como un elemento absoluto en cuanto es universal: todos imprimimos sentido e la misma forma porque el sujeto no es diverso. Así se llega al positivismo, donde la razón humana construye interpretaciones hegemónicas que son impuestas como verdades. Aparece entonces una “filosofía del amanecer”, donde el hombre reconoce que todas son interpretaciones en pugna, y que por tanto, no hay nada absoluto. Es en ese momento en que el ser humano “mato a Dios”: en su intento por alcanzar la verdad absoluta, terminó descubriendo la nada y dándose cuenta que Dios (y los absolutos en que creía) son una creación humana.

En “así hablaba Zaratustra”, el primer discurso establece que fuimos camellos que existíamos bajo el peso de la ley; fuimos leones, esclavizados por el peso del poder, y niños, incomprendidos, creativos, libres de verdad, pero también fácilmente domesticables. Debemos llegar a ser el superhombre, también llamado ultrahombre: un espíritu libre, porque no tiene nada superior, entendido como algo que se cree como omnipotentemente superior (la metáfora de Dios, encarnando a todo elemento tomado como absoluto). El superhombre es un ser humano que ha podido asumir la contingencia de lo real y vivir aceptando su lado dionisíaco.

Karl Marx

Karl Marx (1818 – 1883) es un filósofo que analiza lo social; que hizo un análisis diferente a los análisis políticos y económicos de la época, dado que para él, la única realidad es la social. En este sentido, no tiene textos metafísicos, como sí va a tener su compañero Friedrich Engels (1820-1895) que trabajó más ese aspecto.

Marx fue sumamente crítico del carácter contemplativo y pasivo del quehacer filosófico. En este sentido, es el primero de una serie de filósofos (entre los que podemos incluir también a Nietzsche y a Heidegger) que sienten que la historia del mundo (y de la filosofía) hasta el momento ha estado equivocada. La crítica es al pensamiento teórico que, desde el mundo griego, implicaba un pensamiento especulativo al que en realidad, desde su parecer, no le importa el mundo, ya que lo piensa sin hacer nada. Ese enfoque filosófico representaba para Marx una complicidad con la clase dominante, ya que hablar del ser y la nada no engendra nada, y mientras tanto las cosas siguen como están.

Para él, los filósofos hasta ese momento se habían dedicado a interpretar al mundo; consideraba entonces que era hora de que empezaran a transformarlo. Marx propone una filosofía de la praxis, proponiendo una vista invertida de la realidad. De esta manera, nadie que lee a fondo y entiende la filosofía de Marx queda intacto, ya que lo que él propone es una descripción del mundo para su transformación.

Para Marx, “la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases”, tal como expresa en el Manifiesto Comunista. Por ello, el sujeto de la historia es el sometido, que a lo largo de la historia va a tener diferentes formas pero manteniendo siempre líneas comunes. En el sistema capitalista, el sometido toma la forma del proletariado, es decir, de la clase obrera. La tesis marxista es que siempre hubo y habrá dominantes y dominados, hasta que se produzca la revolución que termine con el sistema. Es decir, la solución al problema será violenta, ya que todo desarme moderado no llega a generar la conciencia necesaria para terminar con el sistema.

El sometido está estructurado siempre igual, aunque exteriormente sea una pieza diferente del modo de producción propio de cada momento. Sin embargo, el oprimido es el que tiene la responsabilidad de emanciparse y emancipar al mundo, pero para ello debe tomar conciencia de los elementos de sujeción que están operando sobre el. Marx los llama elementos de enajenación, de alienación; que son aquellos que el poder articula para que el oprimido acepte su sometimiento. Para generar la liberación, el sometido debe asumirse animalizado, explotado.

En el capitalismo, implica tomar consciencia de que el salario (por bueno que parezca) es una herramienta de sujeción, ya que no existe un salario “bueno” o “malo” en el momento en que el que paga ese salario gana mucho más a causa del trabajo del que lo recibe. Para Marx el salario siempre es injusto, ya que es una expropiación, un robo, del valor que la persona generó con ese trabajo.

Marx recupera el materialismo de Demócrito y Epicuro, nacido del debate con el idealismo. Ambos, idealismo y materialismo, consideran que para entender la realidad hay que comprender cómo son sus principios fundamentales. Así, mientras para el idealismo esos principios serán intelectuales, espirituales, nacidos a partir de la consciencia y la espiritualidad; para el materialismo se trata de principios netamente materiales.

Marx consideraba al idealismo una filosofía burguesa, dado que creía que el pensamiento era una forma de sometimiento. Para seguir ejerciendo el poder, las clases dominantes tenían que convencer a sus dominados de que el pensamiento es autónomo. El poder necesita que todos pensemos que el pensamiento normalizado es autónomo, es decir, nuestro, propio, individual. Eso lleva a aceptar como natural el rol del sometimiento. En este sentido, el individuo es una construcción social también, por eso el pensamiento autónomo es funcional al poder.

Nietzsche dirá luego que la verdad es la mentira más eficiente. Paul Ricoeur considera que Marx, Nietzsche y Freud conformaban la “escuela de la sospecha”, ya que se oponían radicalmente a todo elemento que genere dominación, por ejemplo, a la familia, la patria y la institución escolar en tanto elementos difusores del pensamiento normalizado.

Marx tenía una propensión a la desnaturalización de lo real. En eso, hay una asociación con la teoría de la evolución de Darwin, que criticaba a la teoría adaptacionista considerando que todo en la naturaleza es mutable y contingente de un modo azaroso y no meritocrático. Naturalizar es afirmar que las cosas se han dado así de modo natural; cuando en realidad nada es sustancial y todo puede ser de otra manera. Así, Marx critica argumentos que hacen pasar por natural elementos que son propios de una época. Esa naturalización se da a partir de la manipulación de la esfera pública, basándose en instituciones como la escuela o los medios. En otras palabras, lo que la religión generaba como falsa igualdad, lo empiezan a generar el estado y la política. Y esa falsa igualdad tiene un efecto narcotizante. Estos principios los trabaja en un libro de su juventud, “La cuestión judía”, donde desarrolla los conceptos de la otredad, la identidad diferente, cuya existencia pone en evidencia que la igualdad “natural” es falsa.

Para Marx, la democracia liberal (no la democracia como valor, sino como institución) es una forma de ocultar la desigualdad entre los hombres. Algo similar sucede con la religión, que para Marx, genera una conciencia invertida del mundo y la realidad, donde el mundo real es el paraíso, y este mundo es ilusorio, y de ese modo justifica el sufrimiento del mundo presente en pos de un bienestar más allá, que no es otra cosa que un modo de legitimar la explotación.

Derrida habla de los “espectros de Marx”, tomándolo como un fantasma que aterra, ya que representa lo desconocido, lo incomprendido, lo inclasificable; todo aquello que por extraño hace que ante el no tengamos cómo oponer resistencia, logrando que se apodere de lo más propio de uno. Marx es el fantasma del comunismo, dado a conocer en el “manifiesto comunista”.

Hegel había dicho que la propiedad es la manifestación del hombre libre. Frente a ello, Marx plantea que lo propio se pone en juego cuando se acaba la propiedad. Para el, si la libertad es poseer, hay una clase que está desposeída, y que por tanto, no es libre. En este sentido, el mundo funciona mientras el proletariado se acepte como desposeído. La crítica que Marx le hace a Hegel entonces es que siempre se encuentran artilugios para fundamentar la desigualdad y el desposeimiento, es decir, que una clase quede afuera. De allí se traspasa a la idea de los vínculos como propiedades. Así, Marx va al fondo y aboga por la abolición de la familia, de la patria. Por ello dirá que “los obreros no tiene patria”.

Marx decide pelearse con todo aquello que llegue a definir la naturaleza de lo humano asociando a la razón con el alma; porque para él, la naturaleza de lo humano no depende de la racionalidad o de una trascendencia que le da sentido (Dios, la patria…); sino que el hombre es un ser social, que se construye en la relación social, y esa relación social tiene que ver con la materialidad. El hombre se realiza a través del trabajo; el trabajo es su esencia: el hombre es humano porque trabaja. De esto deriva la teoría de la plusvalía: todo trabajo asalariado es injusto, ya que la expropiación de nuestro trabajo es la expropiación de nuestra humanidad.

El pensamiento viene detrás: para legitimar el poder de los que ganan. La libertad personal es en realidad un pensamiento inducido, un dispositivo de enajenación: Algo así como la “libertad” de elegir en un “supermercado” de elementos preformateados, previos, establecidos por el Estado para que nosotros “elijamos”, cuando lo que no podemos elegir nunca es si entrar al supermercado o no. La enajenación, la alienación (del término alio: ajeno, extraño), es un estado de conciencia colectiva donde el enajenado se cree libre, creyendo que el ser, el hacer y el pensar le son propios.

En los “manuscritos económicos filosóficos”, Marx establece que el trabajo humano es el trabajo material mas la conciencia. Trabajar la naturaleza es humanizarla, transformarla en una extensión de nosotros. La enajenación se puede ejercer sobre el producto (cuando no sentimos propio lo que hacemos); sobre la actividad (no se realiza), sobre el ser genérico y en la relación con el otro. La enajenación se da sobre todo sobre el obrero en su trabajo, ya que la alienación hace que el obrero no se realice en su trabajo, entendiendo realización como vinculada con el sentido vocacional. Así la enajenación se manifiesta en el deseo de terminar la jornada laboral para llegar a casa, comer, y dormir; es decir, en el retorno a lo animal.

La enajenación en el trabajo se vuelve política, religiosa y filosófica. Para esto son claves las instituciones primarias (por ejemplo, la familia y la escuela) que están en la base de la superestructura institucional, que es el conjunto de instituciones que normalizan el pensamiento.

La clase dominante va a hacer hasta lo imposible por conservar su situación de privilegio; por ello, de la enajenación no se sale tibiamente sino mediante la revolución. Marx cree en un mundo igualitario en lo económico y lo social, sin embargo, para llegar a él hay que romper el sistema actual con violencia, ya que la clase dominante no va a largar el poder por convencimiento.

Nietzsche dirá que en realidad, de la enajenación no se sale nunca… sino que a lo sumo sólo se escapa a otra enajenación.

Immanuel Kant

Immanuel Kant vivió entre 1724 y 1804, por lo que se inscribe en el contexto de la ilustración del siglo XVIII. Es famoso por el cambio radical que introduce en la filosofía. Representa un giro por diferentes motivos. Por un lado, comienza a tratar los problemas filosóficos de un modo que no es el que se trataba hasta el momento; hay un cambio en la perspectiva de fondo. Este giro es gnoseológico (gnosis: conocimiento), y se vincula con ¿dónde situar la pregunta madre? Esto implica un cambio de rumbo, de plano, radical, en la forma de conocer.

Hasta ese momento, la filosofía era un trabajo ontológico (ente: lo que es): se pregunta por el ser de las cosas, por cómo son detrás de lo que se nos presenta. A partir de Kant, aparece una pregunta anterior a la pregunta por el ser, que es la pregunta por el cómo podemos conocer al ser.

La filosofía clásica buscaba conocer al mundo en sí mismo, y consideraba que podía lograrlo. La filosofía moderna empieza a plantear que cuando hablamos de cómo son las cosas, hablamos de nosotros mismos. Creemos que entendemos la esencia de las cosas de modo objetivo, pero el ser es conocido por el ser humano, por lo tanto, a lo máximo que se puede aspirar es a saber cómo conocemos al mundo.

La modernidad denuncia la ingenuidad y la omnipotencia de creer conocer cómo son las cosas en su en-si (esencia). Podemos conocer la realidad desde nuestra condición humana, lo que podemos conocer de la realidad es lo que podemos abarcar de ella, puesto que la realidad en sí misma, en su totalidad, es inabordable.

Sobre los grandes absolutos no se puede afirmar nada con valor cognoscitivo: se renuncia así a ellos, teniendo en cuenta que el absoluto (ab: negación; soluto: suelto; no hay nada suelto) implica a la totalidad. Desde esta idea, el mundo es lo que yo constituyo de él. Todo el sentido que le encuentro al mundo se lo estoy imprimiendo yo mismo. Así, en virtud de lo que somos, proyectamos en las cosas lo que somos.

Kant aún creía que había un sujeto universal, un modelo “universal” de hombre, que está vinculado con las ideas de la Revolución francesa, que propone que todos los seres humanos son ontológicamente iguales. En realidad, ese sujeto universal tenía características concretas definidas que coincidían con el varón europeo burgués promedio; es decir, excluía tanto a la mujer como a los pobres y a los miembros de otras culturas del mundo. Nadie escapa a las concepciones de su tiempo.

Durante el siglo XVII, el racionalismo no lograba soltar aún los elementos religiosos. Recién en la segunda mitad del siglo XVIII el racionalismo dejará de tener residuos religiosos (pensamiento religioso tradicional). Este es el marco del iluminismo, un movimiento cultural que llevó al extremo los elementos de la modernidad, dejando afuera a todo lo religioso. Los pensadores iluministas postulan la autonomía del sujeto racional: “nadie piensa por mí”, y este “nadie” incluye a la religión, la monarquía y a toda autoridad que no esté legitimada por la soberanía popular. En el conocimiento, la autonomía es sobre todo sobre la religión.

Con el iluminismo se llega a una depuración de la modernidad, que había iniciado en el siglo XV. Así, si Descartes fue el primer moderno, conservando elementos medievales; Kant representa la llegada a la racionalidad pura.

Sin embargo, el iluminismo tiene elementos religiosos solapados. La razón reemplaza la fe y la ciencia a la religión. Ese reemplazo, en definitiva, no rompe con la idea de que hay un centro. Lo que empieza a postular es la “muerte de Dios”, que lo que representa es la desaparición de la idea de absoluto.

El racionalismo está basado en que las teorías, como supuestos, son previas al conocimiento: son un marco donde encajan los hechos. Es en esa época que Newton postula que el universo es infinito, aunque ese es un supuesto no comprobable. Kant traspasa el esquema de las ciencias físicas a la filosofía, proponiendo que hay una mediación en el conocimiento, y que lo que hay que estudiar es esa mediación. Así, el sentido no está en las cosas, sino en el orden que el hombre les da, ya que es el hombre el que le imprime el sentido a la realidad a medida que la conoce.

Es el apogeo del pensamiento antropocentrista: el hombre es el centro dador de sentido, de orden. Ese centrismo implica que el hombre no es un objeto, sino un sujeto (sub: debajo; jectum: lo que se presenta), es decir, el fundamento, la razón de ser. Sólo con el postmodernismo se romperá esa idea de centrismo. En el antropocentrismo, el ser humano tiene el poder de sustentar la realidad. Con esto, el hombre gana en libertad, pero pierde la seguridad dada por un marco teológico o cosmológico que ordena.

En el objetivismo de los clásicos, el sentido está en las cosas y no tiene que ver con el ser humano. Para ellos, se podía conocer el noumeno: la esencia, el in-se interior. En la modernidad, cada vez más el sentido y el orden depende de la realidad y la relación con los otros. Desaparece el absoluto, generando una democratización. Es nuestra subjetividad puesta en juego la que define la realidad. Lo que se conoce es el fenoumeno: aquello que se presenta y que se puede conocer de las cosas. Para Kant va a ser esencial entender las formas en que el ser humano le imprime sentido a la realidad.

El hombre se acerca a la realidad y la va conformando; le va dando forma, cada cual de acuerdo con su perspectiva. Hay impresiones, sensaciones, que ordenamos para ver la realidad, por lo tanto, cada perspectiva es diferente, y por lo tanto, cada persona tiene un andamiaje ordenatorio diferente. Recordemos que para Kant el sujeto es universal, de manera que todas las personas perciben las cosas de la misma manera. Por ello Kant no trabaja la intencionalidad en la construcción del sentido, sino que se refiere solamente al hecho de que hasta el conocimiento de nosotros mismos está mediatizado. Esto se debe a que el objeto es una construcción que el sujeto (universal) hace a partir de lo que supone que es la cosa.

El objeto, entonces, no se conoce de manera pasiva, sino activa. Conocer el objeto es ir a la realidad y ordenarla. Pero a la vez, el objeto es una construcción de lo que creemos que ese objeto es, realizada tanto con el cuerpo como con la conciencia.

Esta idea de construcción se da en el marco del debate filosófico de la época entre los empiristas y los racionalistas. Brevemente, podemos decir que ambas corrientes consideran que hay una única provisión de conocimiento válido, pero la diferencia está en la fuente de ese conocimiento. Para los racionalistas, el conocimiento válido está dado por la razón, ya que los sentidos engañan. Para conocer mediante la razón, usarán las estructuras lógicas matemáticas siguiendo la tradición de Leibniz y Descartes. En cambio, para el empirismo, el conocimiento válido viene de las percepciones corporales de los sentidos, considerando que las estructuras lógicas surgen por la abstracción de la percepción. Defienden el método inductivo, y sus representantes más conocidos son Hume y Locke.

Kant sintetizó y rompió con el falso dilema de esta polémica, ya que tanto empirismo como racionalismo suponen que la verdad está en el objeto. Kant considera que tanto desde el cuerpo como desde la consciencia se construye el orden de las cosas. Formula así su “estética fundamental”, donde establece que el cuerpo está regido por dos dimensiones, que son el tiempo y el espacio. Por esto, el ser humano construye la espacialidad porque su cuerpo es espacial; así como construye el tiempo ya que el hombre es temporal. Ese tiempo y espacio se constituyen en un marco ordenatorio que da sentido a las cosas, es decir, se transforman en el primer orden ordenador.

De esta manera, para Kant el proceso de conocimiento es empírico y conceptual. El conocimiento ingresa por los sentidos, y el orden se lo da la razón en función de marcos previos. Dicho  de otro modo: antes de decirlo, hay que verlo; hay que sentirlo, percibirlo con los sentidos. Sin embargo, se ve lo que se decide ver: para ver, hay que enfocar; y eso no se produce de modo irracional. Además, el decirlo implica una elaboración conceptual racional. Ese proceso es el entendimiento: el proceso de moldear, en función de marcos previos, la realidad para que “encaje” en esos marcos previos y  pueda ser comprendida; el entendimiento es el enlace entre los sentidos y la comprensión.

Hume, como empirista, hablaba de relaciones de causalidad: a cada causa, hay un efecto. Sin embargo, la cuestión era si esa relación causal estaba en las cosas o en el cerebro de quien las piensa. Así, Hume afirmaba que la causa es empíricamente incognoscible, ya que no hay prueba empírica de que la causa sea responsable del efecto que genera. Para el empirismo, la causa no está dentro de las cosas.

Kant toma esta idea y establece que es el sujeto el que causaliza todo lo que percibe. No es igual pensar que el pensamiento, ya que el segundo es el ejercicio ilimitado de la capacidad de imprimir sentido a las cosas, categorizándolas. Lo mismo sucede con conocer y el conocimiento, ya que este último se logra cuando las categorías preexistentes enfocan un elemento que llega por los sentidos y le dan forma. De esta manera, las cosas no son iguales a sí mismas, ya que dependen del sujeto que las observa y del contexto en que lo hace. La unidad última la suponemos, es incognoscible. Pero aún así buscamos alcanzarla y comprobarla, ya que las unidades nos dan un orden y todo orden tranquiliza.

Conocer esa unidad puede explicar el orden de la realidad toda. La metafísica, así, no es conocimiento, pero es necesaria: el hombre necesita ir hacia lo absoluto, que es incognoscible. Y aunque sabe que nunca va a llegar, tampoco para nunca de buscar.

Baruch Spinoza

Baruch Spinoza vivió entre 1632 y 1677. Es un filósofo “del borde”: su propuesta filosófica fue inédita, cuyo conflicto era que no enganchaba con las tradiciones filosóficas o religiosas vigentes, ya que se basa en el cuestionamiento de todas las bases de los pensamientos religiosos y filosóficos de la época. Esto lo  llevó a ser tildado de epicúreo y asociado a lo malo. Fue refutado en el siglo XVIII por plantear una concepción “equivocada” de la realidad, por sostener un paradigma “fallido” desde el origen.

Spinoza provenía del judaísmo, pero afrentó a la religión en su comunidad, al punto de que fue excomulgado de la comunidad judía de Amsterdam el 27 de Julio de 1656, cuando tenía 24 años y aún no había escrito ni publicado nada. Después de eso, fue recibido por el cristianismo calvinista de Holanda, que proponía ser una comunidad de cristianos sin iglesia. Sin embargo se peleó también con el cristianismo y con el aristotelismo que estaba entramado con la filosofía cristiana.

Pongámonos en contexto. La sociedad de Amsterdam del siglo XVII era sumamente tolerante y gozaba de una enorme libertad religiosa, aunque no se aceptaba al no religioso, había que creer en algo. En este marco, Spinoza va a ser el primer judío secular, llamado el “ateo virtuoso”, por lo que termina sin identidad: ni judío, ni árabe, ni nada…

En ese momento, el poder de la Iglesia estaba en crisis; en parte porque hubo una corriente de secularización de los Estados frente a la Iglesia, quien puso en juego los mecanismos de defensa tales como la inquisición; es la época del juicio a Galileo, entre otros hechos remarcables. Frente a la Iglesia, lo que Spinoza pone en cuestión es a la religión en sus dogmas. Busca recuperar a un Jesús no eclesiástico, cuyo mensaje, según él, fue traicionado por la Iglesia. Y para ello, retoma el concepto de Dios desde la filosofía, y usa categorías conceptuales de lo religioso pero sin las iglesias. Spinoza propone que la Biblia no tiene inspiración divina, sino que es una especie de panfleto político que busca cohesionar a un pueblo. Al judaísmo lo considera una teocracia: las leyes religiosas son leyes culturales y nacionales, dado que la nación judía está basada en una religión.

Para los judíos, uno de los problemas básicos de esa época era el de la identidad. En 1492 fueron expulsados de España, y en 1498 de Portugal. Podían permanecer los que se convertían, ya que el cristianismo no era elemento de identidad nacional. En este sentido, el antisemitismo era religioso, no étnico. La conversión para algunos fue real, pero para muchos fue una máscara para poder permanecer en estos países. A estos judíos ocultos, que tenían una suerte de doble identidad porque seguían con sus prácticas en la clandestinidad mientras mantenían una fachada cristiana, se los llamó “marranos”. Poco a poco, esta identidad fragmentada entre el afuera y el adentro, se fue configurando en una nueva identidad nacida a partir de la mezcla de ambas prácticas.

Otro hecho importante en la época fue la aparición del Falso Mesías y la fundación del Sabbateismo como corriente dentro del judaísmo. Sabbetai Tzvi fue un rabino que se proclamó Mesías. Más allá de las circunstancias anecdóticas de su prédica como “Mesías” y el desvelamiento de la mentira, instaló una serie de ideas revolucionarias tales como que nada en la Biblia prueba que Dios sea inmaterial y que el alma sea inmortal. Esto implicó un cuestionamiento a las bases de la religión, y mostró que es más fácil pelearse con Dios que con la Iglesia.

Spinoza va a plantear un conflicto entonces contra tres aspectos: contra el aristotelismo, contra la concepción religiosa de Dios y contra Descartes. En definitiva, el conflicto es contra todos los planteos duales de la realidad.

Si bien Spinoza representa una continuidad racionalista con Descartes, se va a diferenciar de él desde sus bases. Descartes seguía la línea de Platón a través del dualismo (idea de la existencia de dos mundos). Ese dualismo generaba una idea dicotómica que da orden al mundo, y contra ello, Spinoza propone un monismo que lo enfrentó también con los principios de la Iglesia.

La idea de Dios de la religión era una continuación del platonismo, por lo que mantenía también una idea dicotómica. Dios era trascendente y a la vez creado. Estaba identificado de manera antropomórfica como una persona que crea y que se diferencia a su vez de su propia creación. Aparece aquí la suposición de que hay dos mundos: uno de Dios, perfecto, y el otro creado por Dios; así Dios es la causa externa de nuestro mundo. Ante esto, Spinoza establece un monismo y considera que no puede haber escisión: “Dios es lo único que hay”.

En el caso del aristotelismo, también cuestiona la idea de la concepción de la sustancia como dualidad. Aristóteles establecía que la naturaleza tenía dos aspectos. El primero era sustancial, donde la sustancia refería a lo que en esencia es; en otras palabras, lo que hace ser lo que es y da autonomía (que existe por sí mismo y que no necesita de otra cosa para ser, ya que en sí mismo es un todo). Un segundo aspecto es el accidental, que se vincula con lo que puede ser de otra manera sin que se pierda lo sustantivo. La naturaleza es, para Spinoza, única y total: si representa a la totalidad, debe ser única. No hay lugar para que sean dos.

Lo que Spinoza establece es que hay un absoluto (ab: privativo – soluto: suelto); en ese absoluto no hay nada suelto. El mundo es uno, de allí la palabra universo (uni: uno). La idea de totalidad del universo implica que dentro de él está todo; por tanto, no hay un Dios afuera del todo, sino que la totalidad incluye a Dios. Y al interior del todo se da la inmanencia (contrario a trascendencia), por lo que Dios es la causa inmanente de las cosas. Dios, la naturaleza, el todo, la sustancia, la esencia… son lo mismo. El todo incluye la capacidad de existir.

El deísmo es la religión de lo natural; creen en lo absoluto. Las cosas del mundo son un accidente de la totalidad, y de esta manera, todo es parte de Dios, incluso el yo. Esto es la idea de panteísmo (pan: todo): Dios es la totalidad. Se trata de una concepción mística que rompe con el dualismo de todas las iglesias. Ante este planteo panteista, se lo acusó a Spinoza de ateo encubierto, dado que la idea de Dios trascendente desaparece.

El mundo, único, un todo, el absoluto, tiene infinitos accidentes, uno por cada cosa existente. De esta manera, hay tres elementos en la naturaleza: el mundo, las cosas y los atributos. El hombre conoce sólo dos atributos: la materialidad, dada por la corporalidad; y la idealidad, dada por el pensamiento. Sin embargo, al tratarse de atributos, no hay dualidad, ya que los atributos son dos lenguajes para representar lo mismo, son dos formas de expresión del objeto. Hay infinitos atributos, infinitas formas de expresión del los elementos, pero el hombre no los detecta, y por tanto, no puede aprehenderlos.

Spinoza pone así al mismo nivel al cuerpo y a la razón. Hay que reconocerle al cuerpo la potencialidad que tiene, ya que conocemos la realidad más desde las ideas que desde el cuerpo.

Propone, en definitiva, una ética demostrada al orden geométrico, es decir, una teología natural. Todo se explica como un sistema axiomático, de manera despersonalizada.

Rene Descartes

René Descartes, que vivió entre 1596 y 1650, es considerado el primer pensador moderno. Es un referente construído como un momento clave de la filosofía moderna, ya que representa una ruptura entre la filosofía clásica y la filosofía moderna. La primera buscaba el orden, lo que da sentido a todo y que excede al ser humano, considerado como un objeto (privilegiado) más del Cosmos, de la Creación. La segunda va a proponer que el fundamento último de todas las cosas es el ser humano en tanto que piensa.

Podemos pensar a la historia de la filosofía como con tres etapas diferentes. La filosofía antigua, cosmocéntrica; la medieval, teocéntrica; y la moderna (desde el siglo XV), antropocéntrica. Todas ellas hacen alusión a un centro, a un sujeto, que deriva del latín subjectum (sub: por debajo; jectum: lo que se presenta). Esto implica en los tres casos una búsqueda del fundamento, de la razón de ser. El sujeto es así el que responde al por qué último. En el caso de la filosofía antigua, ese sujeto era el Cosmos, que implicaba un orden universal donde cada uno ocupa el lugar que debe ocupar. En la Edad Media, el sujeto era Dios (Teo), el rey del orden universal, continuando la idea antigua. Será Dios quien explica ese orden. Por último, en la modernidad, el sujeto será el ser humano (antropo), estableciendo que la respuesta final la da el hombre a través de todo el conocimiento, y que no hay respuesta posible por fuera del ser humano. Así, para la modernidad, todo ser humano tiene similar capacidad de dar respuesta, generando así una sucesión de teorías que se refutan una a otra.

En la modernidad, el hombre ya no tiene un marco trascendente que lo explica. Con esto gana libertad y autonomía, pero pierde seguridad y estabilidad. Está obligado a construir su propio marco en el consenso con el otro. Este sujeto de la modernidad está sujeto (o sujetado) por múltiples facetas de lo humano: el lenguaje, la condición social, los medios, la cultura, el psicoanálisis, los mandatos, el consumo… y la lista sería inagotable.

En este sentido, la verdadera ruptura va a estar en el postmodernismo, donde se produce un descentramiento del pensamiento. Ya no se va a buscar un sujeto, un “centrismo” que tranquilice, sino que se va a dejar de lado la idea de la existencia de un fundamento último.

La obra de Descartes, sobre todo el “Discurso del Método” y las “Meditaciones metafísicas” necesitan un marco hermenéutico que lo sitúe y direccione la lectura. Una de las novedades de este pensador es que escribe en primera persona. Agustín ya lo había hecho en sus “Confesiones”, pero con un interés en empatizar con el objetivo de convertir. Para Descartes, la primera persona funciona de otra manera: si hay transferencia, se medita con el autor y así, se hace filosofía con él.

Descartes encarna el contexto de transición del paradigma religioso a la modernidad. En su trabajo se corre del paradigma religioso: su método no es religioso, no hay fe en él. En el paradigma religioso, Dios habilita la fe, la iluminación (de acuerdo con el pensamiento agustiniano) y de ahí el conocimiento. En Descartes, en cambio, la verdad se alcanza autónomamente, no hay factores externos trascendentes en la certeza del conocimiento.

La crisis del paradigma religioso se da en los siglos XV y XVI; y esa crisis religiosa es la crisis de todo el conocimiento. Cuando “muere” Dios (entendido de modo metafórico), muere la verdad absoluta, porque ya nada puede ocupar ese lugar. En este sentido, el siglo XVII es un siglo ambiguo: se puede considerar que “Dios ya no está” (como idea de absoluto) pero aún no se ha alcanzado la consciencia de la finitud humana. Esto se debe a que aún el efeto de la religión era muy fuerte. Recién Kant en el siglo XVIII, en el marco del Iluminismo, va a llegar a asumir que como hombres tenemos un límite.

Descartes forma parte del racionalismo metafísico moderno que tiene lugar en el siglo XVII y que va a estar representado también por Leibniz y por Spinoza. Ellos se van a constituir en críticos de la lectura y el método religioso, creyendo en la posibilidad de alcanzar con la razón la verdad última de las cosas. El racionalismo metafísico representaba así la mirada metafísica del Universo, pero desde la razón. De esta manera, la idea de que era posible alcanzar el conocimiento absoluto aún perduraba, solo que era la razón humana la que podía reemplazar a Dios. En este sentido, el racionalismo metafísico encarnaba un optimismo epistemológico al creer que la razón humana va a alcanzar algún día las respuestas últimas.

Descartes vivió en una época que fue el corolario de años de transformaciones socioeconómicas. Descartes era matemático, y como tal, consideraba que la matemática era la ciencia por excelencia porque garantizaba un conocimiento eficiente. Para él, la lógica del buen razonamiento (donde no importa el contenido sino la forma) era primordial. Descartes se propone así filosofar sin supuestos, desprendiéndose del conocimiento previo y comenzar de cero. Sin embargo, al igual que Copérnico (el sacerdote que buscaba cambiar el sistema astronómico de la Iglesia pero resguardando la idea de universo cerrado, con centro y con movimientos circulares), no pudo desprenderse de ciertas continuidades anteriores, como el lenguaje y ciertas categorías de la filosofía religiosa.

Así, coloca su razón por sobre todas las cosas, y la razón le provee de un método, que es la duda. Todo es puesto en duda; y todos tenemos el poder racional de cuestionarlo todo. La confianza está puesta, en última instancia, en lo que le pasa a la razón. La clave de la autonomía es la razón, porque el juicio último lo toma cada uno en su interioridad. En el momento en que se haya alcanzado un conocimiento indubitable, se habrá alcanzado la certeza. Esto está vinculado con la búsqueda del conocimiento absoluto: una vez que un argumento falla, se lo descarta como forma de conocimiento. Y al buscar un conocimiento indubitable, se descarta el conocimiento que llega por los sentidos, ya que si nos engañaron alguna vez pueden hacerlo de nuevo.

Aparece entonces la duda ante la existencia, y frente a ella, dos argumentos. Primero, el argumento del sueño. ¿Existo o estoy soñando? Este argumento es irresoluble, no tiene salida, ya que no hay prueba definitiva que lleve a la certeza de que no estamos soñando la existencia. Sin embargo, es indubitable que tanto en el sueño como fuera de él se respetan las leyes de la lógica y la matemática. El segundo argumento es la hipótesis de la existencia de un genio maligno, que encarna metafóricamente a la duda absoluta. Ese genio maligno es algo que se presenta sólo para engañar y hacer creer que vivo en una ilusión: está en relación con lo planteado en la alegoría de la caverna, generando una paranoia existencial y la sensación de que todo puede estar equivocado; de que la realidad se sostiene sólo en el sentido común. El genio maligno destruye toda posibilidad de conocimiento absoluto. Sin embargo, hay algo de lo que no se puede dudar, y es de que estoy dudando. Así, si dudo, pienso; y si pienso, existo. Aunque toda la realidad pueda ser falsa, existe una certeza: me está pasando. Me pasa a mí. Lo indubitable es el yo. No es que existimos porque pensamos, no es que el pensamiento cree existencia; sino que como estoy pensando, tiene que haber alguien que piensa, por tanto la prueba de que existo es que pienso. El yo, mientras dura, es absoluto, en tanto que piensa.

La contra de este pensamiento es el solipsismo: el encierro en uno mismo. Llegar a considerar que todo es un decorado hecho para mí, que puede ser una creación mía. El yo tiene que aceptar que no puede explicar la realidad toda. El yo, por ser pensamiento, lo que tiene es ideas. El solipsismo llena al otro con lo que el yo quiere que sea. Todo es en función del yo.

El contexto de este pensamiento es el origen del capitalismo. Se necesitaba demostrar que lo que pasa afuera es real. Hay algo afuera que garantiza que lo que pasa afuera es real. Dios es bueno y omnipotente y se demuestra desde el yo. El yo es un ser absoluto pero imperfecto, porque muere; las ideas son mías, porque las pienso, pero son tan imperfectas como yo, porque yo las creo. Pero en mi interior encuentro la idea de Dios, de lo perfecto… aunque lo imperfecto no puede crear nada perfecto, por tanto yo no fui su causa. Alguien tuvo que poner esa idea perfecta en mi cabeza, alguien que tenga idéntica perfección a mi idea. La prueba de la existencia de Dios es que esa idea perfecta está en mi cabeza.

Recién con Kant llegará la concepción de que la idea que tenemos de perfección es imperfecta; la verdadera perfección nos excede. Y por tanto, Dios es una creación mía tan imperfecta como las otras.