Chiloé encantado

Chiloé es una tierra mágica donde pasé gratísimos momentos y encontré grandes personas. La gente es muy hospitalaria y amable!! Mientras ordeno mis fotos y mis relatos de viaje como para irlos guardando aquí, quiero dejar algo muy típico de la vida chilota: las leyendas.

En ese rincón del mundo donde  parece que la calma es infinita, donde el cielo y el mar tan calmo que parece un lago se aúnan en un solo azul, donde los principales ruidos son el susurro de los barcos que van y vienen y el canto de las aves marinas, la extensa mitología se cuela por todos los rincones de la isla y se hace una con el paisaje.

Estas son las tres leyendas principales que escuché mientras estuve allí.

EL TRAUCO

Cuando salía a caminar por la isla, recorriendo la ruta de las iglesias, muchas veces me decían en el hospedaje: «cuidado que no te vaya a pillar el Trauco!!» Y se reían. La leyenda dice que el Trauco es un hombrecito de pequeño porte, viejo y de aspecto tosco, que recorre los bosques de la isla con un hacha en la mano.

El Trauco anda encaramado en los árboles y hace sus fechorías a los que circulan por el monte. La leyenda dice que las mujeres vírgenes que andan solas por el bosque son atraídas por sus embrujos y así logra poseerlas. Todo su interés se concentra hacia las mujeres solteras, especialmente si son atractivas. No le interesan las casadas. Ellas podrán ser infieles, pero jamás con él.

Las jovencitas y mujeres que alguna vez quedaron embarazadas sin desearlo y que, además de querer negar su estado, debían ocultar a toda costa la identidad del futuro padre encontraron la salvación y el perdón al adjudicarle la responsabilidad de tan ajena situación a este famoso personaje. Cuando aparecían embarazadas, simplemente se decía: «fue el Trauco» y allí terminaba la cuestión. Como me dijo el dueño del hostal, hoy, con el ADN, hasta el Trauco tiene nombre y apellido…

LA PINCOYA

La Pincoya es una sirena que encarna el espíritu fecundo que da vida al ambiente marino. Así, la abundancia o escasez de peces y mariscos dependerá de sus bondades. Sale de las profundidades del mar cada mañana y danza con los brazos extendidos. Si mira hacia el mar, la pesca será abundante, pero si baila en dirección a la costa los peces se alejarán, porque la Pincoya considera necesario llevar las riquezas del mar hacia otras zonas más necesitadas.

Para que los pescadores sean favorecidos por la Pincoya deben mantener una actitud positiva, alegre y de compañerismo. Además, deben rotar los sitios en donde pescan, ya que el abuso de extracción en un mismo lugar es considerado un motivo de enojo para la Pincoya, quien decide abandonar esa zona dejándola estéril.

Durante las noches entona canciones amorosas que embrujaban a quienes las escuchaban.

EL CALEUCHE

El Caleuche es un buque fantasma, tripulado por poderosos brujos. Navega por los mares de Chiloé y los múltiples canales del sur, pero siempre por las noches. Este barco recoge a las personas que han muerto ahogadas y les brinda un hogar eterno. Sin embargo, no es tan acogedor con los vivos: cuando alguien lo mira de frente, se expone a que los brujos lo castiguen con la torcedura de boca, de espalda o con la propia muerte.

Para ocultarse de esas miradas puede convertirse fácilmente en un madero flotante que se aleja cuando uno lo quiere agarrar, o bien genera una neblina que lo envuelve. Sus tripulantes, a su vez, se ocultan tomando la forma de aves o lobos marinos.

Sin embargo, puede ser compasivo y llevar a un mortal a tierras donde abundan los grandes tesoros, con la sola condición de que nunca en su vida podrá revelar esta experiencia o será fuertemente castigado. Cuando un comerciante se enriquece de pronto o es muy próspero, las malas lenguas dicen que tuvo algún pacto con el Caleuche.

Sola no es solitaria

San Carlos de Bariloche, Argentina
20 de Enero de 2010

El teléfono sonó temprano: papá y mamá, apoltronados en su cama en Buenos Aires, leyendo el diario y tomando mate como cada mañana, decidían llamarme para darme sus saludos antes de las ocho de la mañana. Dentro de todo, ellos cumplían ese día 28 años como padres. Primer conexión con mi realidad: en unas horas estaría viajando de regreso.

Nos preparamos con más calma y desayunamos celebrando mi cumpleaños con cantitos y todo. Y luego, salimos de compras. Andrea se compró finalmente la campera que tanto quería. Las chicas me ayudaron a elegir los chocolates, las pequeñas cosas para cada una de las personas que me esperaban en Buenos Aires. Por mi parte, las acompañé al supermercado a buscar las cosas para su colación: esa tarde iban a la isla Victoria. Además tenía que indicarle a Paola cuál era a mi juicio la mejor yerba para su mate. Una vez más vi el asombro extranjero ante las góndolas completas de yerba de los supermercados argentinos.

Y ya se hacía la hora de la despedida, así que fuimos al hotel y comimos juntas por última vez: teníamos un poco de las pastas que no comimos la cena de nuestra llegada, y las calentamos para compartirlas en la habitación. Luego bajamos al hall, donde las pasaron a buscar de la agencia de turismo. Me quedo con el asombro del conserje al saber que nos habíamos conocido hacía apenas dos días. 48 horas. Nada. Y parecíamos unidas desde hacía mucho. También reflexioné sobre eso… y por un instante me arrepentí de no haber guardado un día más en Bariloche para estar con ellas. A lo hecho pecho, había que seguir adelante.

Por primera vez no conversé con nadie en el micro, hecho ayudado por tener un asiento en la fila individual. Me concentré en mirar por la ventana el serpenteo del río Limay, el valle encantado, las mesetas, los embalses… Mientras llovían los mensajes de saludos de mis amigos, todos ellos reprochándome que pasara mi cumpleaños arriba de un micro. En rigor de verdad, yo lo prefiero así. Tener un día tranquilo, sentarme en el micro a ver la ruta pasar, en todo caso, sentarme frente al lago, o en la punta del cerro, y encontrarme conmigo misma en paz. Ventajas de cumplir en enero.

La breve escala en Cipolletti fue un anticipo preparatorio del calor al que llegaríamos por la mañana. De nuevo en camino, el micro no paró; y me di el gusto de ver de día los cultivos del Valle del Río Negro que había adivinado en la oscuridad durante el viaje de ida, esta vez bajo los colores del atardecer. Cartón completo. No me quedaba nada en el tintero.

Mientras me mantuve despierta, perdí la mirada en el paisaje y repasé uno a uno los momentos vividos, las personas que conocí, los lugares recorridos. El vuelo de un aguilucho me recordó a Fred (que me había explicado tantas cosas sobre las aves) y me pregunté cómo le estaría yendo en Puerto Natales. Pensaba en Andrea, si se habría cansado mucho en la isla Victoria. Pensaba en Paola, si por fin podría hacer canopy. Pensaba en Adriana, que seguro ya estaría de regreso en Buenos Aires. Pensaba si Don Dago y la Señora Luti ya serían abuelos.

Pensaba que todo lo que había hecho, lo había hecho por propia decisión y a propio riesgo, y eso lo convertía en mi mejor viaje hasta el momento. Pensaba en que encaré un viaje sola, pero que no fue un viaje solitario, porque encontré en el camino los compañeros ideales para cada momento, de quienes me queda el contacto para programar periplos futuros. Pensaba en que fueron sólo 15 días, pero yo sentía que habían sido 15 semanas: así fue la medida de mi descanso.

Y como es inevitable caer en la realidad de volver, llegué a Buenos Aires de mi viaje programando el próximo, que seguro emprenderé con más seguridad en mí misma. Ese fue el milagro que operó en mi vida el periplo de ida y vuelta a Chiloé.

Bienvenido sea!

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Cerros, lagos, mates, amigas

San Carlos de Bariloche, Argentina
19 de Enero de 2010

Bariloche 2010

Desde el Cerro Campanario

Es bonito despertar entre amigas, quedarse conversando un rato más en la cama, y después vestirse corriendo, muertas de risa, para llegar a tiempo antes de que dejen de servir desayuno. Fui la primera en despertar, y cuando sonó el despertador, cambié la alarma por música suave y abrí las cortinas para que las chicas despierten tranquilas. Después de todo, ellas estaban empezando su descanso, mientras que yo ya estaba descansada hacía varios días.

El desayuno fue abundante, muy bueno; las chicas estaban fascinadas con las medialunas y facturas que en Chile no existen. Bueno, en rigor de verdad, las facturas son una de las pocas cosas que extraño de la comida cuando viajo para allá, así como extraño la Bilz y la Pap chilenas cuando regreso.

Andrea y Paola tenían un pacto: a Andrea le gusta la vida urbana, «vitrinear», comprar; Paola se enloquece con tanta ciudad, porque a ella le gusta salir a caminar por el bosque, a orillas del lago, perderse al natural, algo que a Andrea la cansa y la aburre. Habían pactado de antemano llegar a un sano equilibrio entre ambas cosas, y yo me plegué a ese pacto.

Por la mañana recorrimos el centro de Bariloche y Andrea y yo nos compramos polares iguales; mi campera estaba roñosa hacía días, así que la saqué de circulación. ¡Qué bien me hubiera venido, sin embargo, ese polar cuando andaba por Chiloé! Vale el aprendizaje para la próxima.

Al mediodía emprendimos la otra parte del pacto: nos tomamos el colectivo 20 y fuimos al Cerro Campanario. Lo bueno de ese colectivo es que va por la avenida Bustillo, es decir, bordeando el lago. Ahí pude comprobar mi percepción de que Bariloche creció mucho estos años, ya que la urbanización, aunque dispersa, llega prácticamente a Puerto Pañuelo.

Al Campanario se sube con una aerosilla, es decir, Andrea y yo teníamos que vencer el vértigo, así que Paola se subió primera y desde adelante nos tomaba fotos a nosotras dos que veníamos bien aferradas a la baranda y tratando de no mirar para abajo.

A mi juicio, el cerro Campanario ofrece una panorámica mucho mejor que el Cerro Otto, aún siendo más bajo. Está enclavado entre los lagos Moreno y Nahuel Huapí, justo en la parte donde éste último aúna sus brazos occidentales en un único lóbulo extendido hacia el este. Desde ese punto se puede ver nítidamente la Isla Victoria, así como, a la lejanía, la península de Quetrihué, donde está el bosque de arrayanes. El cerro también está frente al cerro López y su olla de nieve persistente, que este año estaba más llena que en otras oportunidades. Los múltiples miradores tienen carteles indicadores con los nombres de los cerros y lagos que uno está mirando.

Sacamos fotos, las chicas estaban fascinadas, sobre todo Paola, que era la primera vez que visitaba Bariloche. Y yo no podía con mi genio, aunque tuve la prudencia de abstenerme de señalar espontáneamente los circos, valles y otros rastros de la morfología glaciaria que percibía, así como los afloramientos de batolitos y otros detalles técnicos que pudieran resultar aburridos a los demás. Los miraba y registraba en silencio, a menos que me preguntaran, caso en el cual trataba de ser lo más simple y breve posible.

Comimos empanadas y tortas en la confitería de arriba, y nos sentamos en silencio en el exterior a mirar el panorama antes de bajar. Esta vez, Paola fue atrás para que pudiéramos sacarle las fotos. La vista a la bajada fue estupenda, era como deslizarse hacia el lago.

De regreso en el centro nos dividimos: Andrea fue a comprarle ropa a su sobrinita y luego se iría a dormir una siesta, mientras que Paola y yo saldríamos a tomar unos mates a la orilla del lago, en la costanera. Paola había comprado un mate nuevo de calabaza y queríamos tener yerba usada como para curarlo antes de que yo me fuera; esa sí fue una buena excusa!! Caminamos por la costanera hasta que encontramos una playita rocosa justo atrás del centro cívico. Nos sentamos y miramos a nuestro alrededor: estaba salpicada de grupos de amigos, familias, parejas, que como nosotras, se dedicaban al ritual del mate. Saqué mi equipo y empecé la preparación, ante la mirada atenta de Paola: llenar la calabaza hasta poco más de la mitad, sacudir el polvo, echar agua que no esté hirviendo… Y en los primeros sorbos me di cuenta que eso que para nosotros es una costumbre casi mecánica en la que a veces ni reparamos, es algo sumamente agradable y reconfortante. ¿Qué otra cosa vas a tomar una tarde entre amigos en la playita frente al lago Nahuel Huapí?

El viento soplaba frío, pero todos perseverábamos allí. Cada mate era la pausa para hacer silencio y contemplar el lago que se abría frente a nosotras; y a la vez, cada mate nos unía más en la fraternidad de estar compartiendo el momento. Paola le puso palabras a esa sensación tan familiar: «hace frío, pero yo siento una cosa calentita acá en la panza que es re linda». Es que el mate te aporta calidez más allá de lo físico. El mate te templa el alma, tal vez por el simple hecho de compartirlo, tal vez porque la sensación que deja a medida que avanza hacia la panza acentúa tus otros sentidos, o simplemente porque te despierta y te da más lucidez para disfrutar el momento. Sea por lo que sea, entendí por qué me había hecho falta en Quemchi y en Cucao para que esos días fueran perfectos. Y me di cuenta que ese rato con Paola hacía que ese día se sumara a aquellos dos en el podio de los mejores días de mi viaje.

Regresamos contentas y traspasamos la yerba usada a la calabaza de Paola para que se comience a curar. Andrea ya estaba lista para salir, así que nos fuimos a comer una fondue de queso. También dimos nuestra vuelta habitual mirando vidrieras, para terminar en el hotel viendo tele. La idea era salir a tomar algo y disfrutar un poco la noche barilochense. Pero al parecer el día había sido intenso, porque empezamos a cabecear y fue imposible resistirse al deseo de descansar.

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No estarás sola

San Carlos de Bariloche, Argentina
18 de Enero de 2010

Atardecer en el Nahuel Huapi

Atardecer en el Nahuel Huapi

Me despedí de Don Raúl por la mañana con un nudo en la garganta que apenas si me había dejado pasar un mate cocido. Otra vez había amanecido lloviznando, lo cual calmó mi espíritu; había tomado la decisión correcta. Me serené aún más en la terminal, cuando conocí a una chica de Zimbabwe con la que me puse a conversar. Como tantos, entablaba diálogos para practicar el idioma, con una diferencia: cuando supo que yo hablaba inglés, se ofreció como interlocutora para que practicara yo; «aquí todos hablan español», me dijo. Y sin reírse de mi inglés atarzanado, sino más bien corrigiéndome con seriedad y dulzura cuando correspondía, fuimos conversando hasta que llegó el micro.

Mi asiento estaba al fondo. Al otro lado del pasillo, venía un extraño chico alto y flaco despatarrado entre dos asientos. Al llegar a Osorno el micro se completó. A mi lado se sentó una chica chilena, y su amiga se sentó al lado del chico, que al ver que no iba a tener los dos asientos para sí empezo a murmurar en lengua inintelegible y amagó cambiarse a dos desocupados, para luego quedarse finalmente donde le tocaba. Con las chicas chilenas lo miramos extrañadas… y así empezamos a hablar con Andrea, que iba a mi lado y Paola, que se sentó enfrente.

Al llegar a la aduana, ya Paola había entablado cierta relación con su compañero. Resultó ser un israelí que viajaba a Bariloche a encontrarse con su grupo. Como tantos que crucé en el camino, había terminado el servicio militar y estaba recorriendo estos lados. No hablaba mucho español, si un perfecto inglés, así que la comunicación era dificultosa. Paola le preguntaba cosas, y como él no entendía, finalmente le pasó un pequeño librito: un diccionario hebreo – castellano sólo de preguntas. Ese fue nuestro pasaje a la confianza con él: Paola, al hojear el librito nos mostró entre risas una pregunta: «¿podría depilarme las piernas por favor?» y su correspondiente traducción al hebreo. Nos largamos las tres a reir ante la sorpresa y enojo de nuestro compañero, que cuando vio lo que Paola le señalaba como fuente de nuestra risa, sonrió y subiéndose un poco la botamanga del pantalón para que se vieran sus tobillos peludos dijo: «no, yo no». Al ratito nos dijo su nombre: «Asam», y abrió los ojos al decirlo, dejando escapar una ráfaga de fulgor impresionante.

Lo ayudamos a hacer los trámites en las aduanas, y cuando el micro se quedó detenido en la aduana argentina le explicamos el problema: había algún tema legal que hacía que el micro no pudiera transitar por Argentina. Nos dijeron que en 10 minutos llegaría un micro para el trasbordo; fueron los diez minutos más largos de mi vida, personalmente los sentí como 40, al igual que el resto del pasaje…

Finalmente el micro arrancó y fue hasta Villa La Angostura. Ahí intercambiamos micro con un grupo que venía en sentido contrario. Fue una pequeña gran revolución, al término de la cual seguimos viaje, mirando el majestuoso Nahuel Huapí y allá a lo lejos, en la otra orilla, Bariloche. Paola estaba fascinada.

Cabe decir que todo el viaje entre Osorno y Bariloche es un paseo. Primero, la ruta bordea el Lago Puyehue y se mete entre los bosques espesos que cubren la cordillera. Una vez pasado el límite internacional, ya en lado argentino, el bosque continúa, pero el camino se hace serpenteante entre los cerros imponentes de la cordillera, que a veces parecen inmensos peñones rocosos emergiendo en vertical de entre los bosques. Y luego, los lagos: el lago Espejo, y finalmente el Nahuel Huapí. Es interesante también ver la mutación de la vegetación a medida que uno se aleja hacia el este desde la cordillera, es decir, a medida que disminuye el volumen de precipitación anual. Mientras los brazos occidentales del lago están inmersos en el bosque, el lóbulo oriental que desagota formando el río Limay es el dominio de la estepa y el peladeral, mucho más áridos y ya sin árboles.

Con Andrea y Paola quedamos en salir en Bariloche, cambiamos contactos… Al llegar a la terminal compraron pasaje a San Martín de los Andes y yo a Buenos Aires, aunque me reservé un día para pasarlo con ellas en Bariloche. Compartimos un taxi al centro, y cuando las chicas llegaron a su hospedaje, me ofrecieron dejar la mochila para que pudiera buscar alojamiento más tranquilas. Cuando constataron que no les habían hecho la reserva, preguntaron si había una habitación triple y me invitaron a quedarme con ellas. Y así fue.

Nos acomodamos y salimos a caminar por el centro, averiguar por excursiones, fuimos a la costanera, nos sacamos fotos del lago… y más tarde, cenamos unas pastas y nos fuimos a acostar felices. En ese momento yo sentía que éramos amigas de toda la vida, y entonces me dormí dando gracias a Dios por el encuentro.

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Imitación de Cristo

Para unos, la imitación de Cristo se reduce a un estudio histórico de Jesús. Van a buscar el Cristo histórico y se quedan en él. Lo estudian, leen el evangelio, investigan la cronología, se informan de las costumbres del pueblo judío…

Para otros la imitación de Cristo es más bien un asunto especulativo. Ven en Jesús el gran legislador: el que soluciona todos los problemas humanos, el sociólogo por excelencia, el artista que se complace en la naturaleza o que se recrea con los pequeñuelos…

Para unos es un artista, un filósofo, un reformador, un sociólogo; y ellos lo contemplan, lo admiran, pero no mudan su vida ante él…

Otro grupo de personas creen imitar a Cristo preocupándose únicamente de la observancia de sus mandamientos, siendo fieles observadores de las leyes divinas y eclesiásticas, escrupulosos en la hora de llegada a los oficios divinos, en la práctica de los ayunos y abstinencias…

Y tenemos como consecuencia almas apocadas, que no se preocupan sino de concocer ajenas interpretaciones sobre el propio obrar, que carecen de toda libertad de espíritu y para quienes la vida cristiana es un prolongado martirio.

El confesor para estas personas es un artículo de bolsillo a quien deben consultar en todos los instantes de la vida. El foco de su atención no es Cristo sino el pecado. El sacramento esencial en la Iglesia no es la Eucaristía ni el bautismo sino la confesión…

Para otros, la imitación de Cristo es un gran activismo apostólico, una multiplicación de esfuerzos, de orientación, de apostolado, un moverse contínuamente, en crear obras y más obras, en multiplicar reuniones y asociaciones…

Para otros, lo esencial es una gran procesión de antorchas, un mitin monstruo, la fundación de un periódico.

Nuestra imitación de Cristo consiste en vivir la vida de Cristo, en tener esa actitud interior y exterior que en todo se conforma a la de Cristo, en hacer lo que Cristo haría si estuviese en mi lugar.

El Cristo histórico fue judío viviendo en Palestina en tiempos del imperio romano. El Cristo místico es chileno del siglo XX, además francés y africano… y abogado y obrero, preso y monarca…

Es todo cristiano que vive en gracia de Dios y que aspira a integrar su vida en las normas de Cristo, en sus secretas aspiraciones y que aspira siempre a esto:

A hacer lo que hace como Cristo lo haría en su lugar.

A enseñar la ingeniería como Cristo la enseñaría.

A hacer una operación con la delicadeza con la que Cristo la haría.

A tratar a sus alumnos con la fuerza suave, amorosa y respetuosa de Cristo.

A interesarse por ellos como Cristo se interesaría si estuviese en su lugar.

A viajar como viajaría Cristo.

A orar como oraría Cristo.

A conducirse en política, en economía, en su vida de hogar como se conduciría Cristo.

Padre Alberto Hurtado. “Imitación de Cristo”.
En: Padre Miguel Ortega Riquelme (adap.) Padre Hurtado. Mensaje a los jóvenes. Editado especialmente para el Encuentro Continental de Jóvenes. Arzobispado de Santiago – Diario El Mercurio. Octubre de 1998

Petrohue, la revancha

Petrohué, Chile
17 de Enero de 2010

Volcán Osorno

Volcán Osorno

Lo mío, hasta cierto punto, ya era capricho. Iba a quedarme en Puerto Varas hasta que pudiera ver el volcán, no importaba los días que esto implicara.

Grande fue mi sorpresa cuando el domingo amaneció despejado después de un sábado tan lluvioso y un pronóstico tan adverso. Pese al sol que brillaba, Don Raúl me dijo: «tienes que salir ya porque por la tarde se va a nublar».

Armé rápido mi mochila, dispuesta a llegar al pie del volcán y subir a la aerosilla. Ya en la calle, veía la base del volcán y la parte baja de la nieve, pero se me ocultaba la punta una vez más, algo a lo que ya estaba acostumbrándome. Pero de repente, al doblar en la esquina, vi la punta blanca y cónica del volcán Osorno entre las nubes y sentí una euforia inmensa! Había estado mirando el volcán Calbuco, que sí permanecía tapado, mientras que el Osorno se me revelaba majestuoso en Puerto Varas por primera vez.

En un tris estaba en el micro a Petrohué, viajando contra la ventanilla que da al lago como ya era mi costumbre, gastando con la mirada aquel cono perfecto. Pero me percaté que de a poco empezaba a nublarse. Subir a la aerosilla un día nublado no tenía mucho sentido si mi idea era ver el lago y los alrededores desde arriba, así que al llegar a la bifurcación, me quedé el micro y me fui a lo seguro: el lago de Todos los Santos.

El lago se veía muy distinto a mi primer visita; el cielo celeste daba otro tinte al agua, y las montañas y bosques alrededor tenían otra vida. Pero el volcán seguía oculto, aunque se veía mucho más que la semana anterior. Un norteamericano se me acercó para que le tomara una foto, y, como tantos otros, comenzó a darme charla para practicar el idioma. Así fue como con Max emprendí la caminata a los saltos del Petrohué, donde llegamos al cabo de un rato. En el camino nos tomamos fotos y nos hicimos expertos cazadores de moscos, unos enormes bichos negros muy molestos que suelen volar alrededor de las cabezas al caminar. Fue en ese camino cuando, entre los árboles, asomó la punta majestuosa del Osorno.

Max fue a los saltos y yo me regresé caminando al lago hasta que me levantó un micro. Desde el camino, vi el volcán Puntiagudo que se había despejado totalmente y aparecía entre los árboles.

De nuevo frente al lago, me di cuenta que mi elección del día había sido buenísima: mientras nosotros teníamos sol, se notaba que hacia Puerto Varas la nubosidad era espesa. Desde Petrohué tuve volcán para todo el resto del día, y lo gasté de tanto mirarlo. Primero me lancé a caminar por la playa, y llegué lo más lejos que me permitieron las rocas que a veces cortaban el paso. Me senté, y disfruté de aquellas vistas y sensaciones.

Al volver me concentré en buscar algún sendero que me acercara aún más al volcán. Estaba al pie y se veía enorme; desde allí se podían ver las capas de nieve, señas de avalanchas, y también unos sospechosos agujeros negruzcos y perfectamente redondos en la nieve. A juzgar por las estelas grisáceas que se extendían en la nieve a su alrededor, deduje que eran las señas de que aquel gigante estaba aún bien despierto. Aquellas debían ser fumarolas por donde, cada tanto, salían gases y algo de cenizas.

Había una enorme vía color negra; el suelo parecía arena, y comencé a adentrarme por ella. Poco a poco comencé a darme cuenta que aquel camino estaba más alto que el bosque circundante, y que los árboles que formaban la avanzada del bosque que lo delimitaba estaban semienterrados. Mirando mejor, aquella vía era como un río de piedritas y arena… Sabe Dios hace cuánto esos materiales estuvieron líquidos y llegaron al lago arrasando todo a su paso, enterrando los árboles y consolidándose luego. No creo que haya sido lava; más parecía restos de un alud de barro, de esos que se forman cuando los gases derriten la nieve de golpe y el aluvión de agua se transforma en un río de barro, tal vez más peligroso que uno de lava. Saqué mis cálculos; a juzgar por los árboles que crecían semienterrados pero rozagantes, el fenómeno había tenido lugar en el lapso de la vida de un árbol, es decir, era muy reciente.

El descubrimiento me sobrecogió, y sumado a que estaba completamente sola en ese lugar y que nadie sabía de mi presencia allí, sentí temor. Regresé y me dediqué a hacer intentos de tomarme una foto en automático con el volcán, misión difícil, porque o salía cortada, o tapaba el volcán, o en el mejor de los casos, no había rastros de mí en la foto. Se ve que mis intentos fueron notorios, porque un guía de turismo me tocó la bocina y se ofreció a tomarme una foto. Luego nos quedamos conversando, y me confirmó que a la aerosilla se llega a dedo o en tour.

Ya caía la tarde, y aunque era temprano, me fui a esperar el micro. Entonces se me acercó Miguel, un vendedor de conitos con dulce de leche, y me preguntó si había ido a navegar. «No deberías perdértelo» me dijo. Y como ninguna lancha llevaba a un pasajero solo, Miguel se concentró en asociarme con otros. Justo llegó una combi con un contingente turístico, y Miguel intercedió por mí para hacerme un lugar en la lancha. Ciertamente que valió la pena. Desde el lago la perspectiva es otra, para los cerros, para los bosques, para el propio volcán. Me bajé contenta y le agradecí a Miguel, que se apuró a avisarme que el último micro del día ya estaba estacionado en la rotonda, listo para salir. De nuevo en una ventanilla estratégica, tuve vistas del volcán Osorno en perspectiva con el Lago Llanquihue cuando pasamos por Ensenada, porque a medida que el micro se acercaba a Puerto Varas el cielo se encapotaba más y más.

Fue entonces cuando me di por satisfecha; nadie me garantizaba otro día de sol, ni que me levantaran cuando hiciera dedo hacia el Volcán, así que cuando llegué a Puerto Varas me saqué pasaje de regreso para el día siguiente. Vale decir que tras las elecciones de ese día había triunfado Piñera y se había consagrado presidente; Puerto Varas era un hervidero, un bochinche, porque todos los seguidores y los partidarios de un cambio de dirección en el gobierno habían salido a festejar con sus banderas y pancartas. La caravana de autos daba la vuelta en círculos por el centro a bocinazo limpio.

Pese a que me hice la dura al comprar el pasaje, mi corazoncito fue estrujándose lentamente, y tanto se estrujó que se me saltaron las lágrimas. Pero herví mis choclos, armé mi cena y seguí pensando que así era mejor: a veces es necesario saber pegar la vuelta a tiempo, cuando uno está satisfecho y todavía le quedan fuerzas. La experiencia me dice que si uno sigue adelante hasta que las fuerzas y el capital se extenúan, el regreso se transforma en un suplicio. En todo caso, todavía tenía mucho para disfrutar en Bariloche.

Algunas fotos…

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La retirada

Puerto Varas, Chile
16 de Enero de 2010

Hay algo que me cuesta entender: ¿por qué me cuesta tanto emprender un viaje? ¿por qué luego me cuesta tanto volver? ¿por qué desarrollo apegos tan fuertes con los lugares y las personas en tan poco tiempo, que termino sintiéndome desterrada al tener que regresar a mi casa?

Desperté en Ancud con un nudo en el pecho; llovía fuerte y no paraba. Desayuné, esperé que Pamela se levantara para saludarla, le escribí a Fred para acordar el encuentro de la tarde, llamé a Don Raúl para reservar dos lugares… Y finalmente tuve que encarar la situación y partir. Seguía lloviendo, así que Don Dago me llevó en el auto hasta la terminal.

El canal de Chacao tenía una apariencia muy distinta bajo una lluvia torrencial, empezando porque no se veía mucho más allá del transbordador. Tampoco me bajé del micro; bien apoltronada en mi butaca, veía perfectamente el panorama desde la ventanilla y sin mojarme. El transbordador estaba a full de vehículos, había cola para abordarlo. Las aguas del canal bullían de vida: parecía como que toda la fauna había decidido salir a pescar ese día. Lobos marinos, pingüinos, aves de todo tipo, hasta una especie de pelícano que pasó volando rasante.

Puerto Montt presentaba de nuevo para mí un panorama gris, lluvioso; me animaba el plan que teníamos con Fred, que era más o menos así: él debía almorzar con unos familiares que tenía en Castro, de donde pensaba salir rumbo a Puerto Montt como a las 4, para llegar a eso de las 7 a destino. Yo constituía la avanzada del proyecto, tenía que ubicar un lugar donde esperarlo, averiguar el último horario de las micros a Puerto Varas y llamar a Don Raúl. Una vez hecho esto, le comunicaba los datos por mail. Estaba en la fase final del plan, comunicándole mis averiguaciones cuando vi su correo. Pasó lo que tenía que pasar: llegó a la casa de los tíos, aparecieron primos lejanos por todos lados y le pidieron que se quedara, algo a lo que él no se pudo negar, pese a que su voluntad era otra.

Retiré mi bolso del guardabolsos y me fui a Puerto Varas. Seguía lloviendo, así que me vino muy bien el consejo de Don Raúl de bajarme en el puente rodoviario, a una cuadra del hostal. Cuando llegué, me esperaba un cuarto individual (¿qué hubiéramos hecho si venía Fred?) porque el resto estaba copado por un contingente de norteamericanos. Me acomodé y me hice un mate en la cocina; estaba allí, sin hablar con nadie, cuando llegó Pilar, una profesora de inglés que es pensionista permanente de Don Raúl, y empezamos a hablar. Al rato se nos sumó Ellie, una norteamericana, la más grande del contingente, que quería practicar el idioma. Finalmente fue ella la que nos dijo: «¿tienen planes para la cena?» y nos sacó a cenar unas pizzas. Fue entretenida la charla, de manera que un día que empezó con lágrimas terminó con sonrisas. Y como no hay mal que por bien no venga, el día de lluvia me sirvió para hacer un poco de reposo después de tantos días de andar intenso.

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Un día feliz

Cucao, Chile
15 de Enero de 2010

Parque Nacional Chiloe

Parque Nacional Chiloe

Cuando la noche anterior en el hostal me preguntaron si al día siguiente iba a ir a Cucao, dudé de mi respuesta. Ya estaba vacilante, pensando en dejarlo para una visita futura porque cada día me pesaban más las caminatas. Me dijeron que era espectacular la vegetación, que no me lo podía perder, y gracias a Dios lograron persuadirme: Cucao fue uno de los mejores días del viaje.

Una de mis dudas sobre si ir o no a Cucao era la distancia: desde Ancud era el viaje más largo, y si quería caminar todo lo que se debía caminar en el Parque Nacional para aprovecharlo, tenía que salir temprano. Conclusión: me levanté muy temprano, y antes de las 8 ya iba camino a la terminal municipal. Llegué a Castro con los minutos justos como para enganchar el micro a Cucao, que salía 9.30. Como siempre, me fijé previamente en un mapa cómo era la ruta para elegir mi asiento y quedar con la ventanilla que miraba al Lago Huillinco. Una vez más, la vista desde el micro valió el viaje.

La mayoría de las personas del minibús se bajaron, como yo, en el Parque Nacional. Siempre dejo que se vayan todos para quedar tranquila, así que me puse al final de la cola. Adelante mío, un chico se anotó en el libro de visitantes como procedente de Argentina y pidió en tono porteño: «¿me daría un mapita?». Como el boletero se rió y dijo: «cuántos argentinos hay hoy día!!», me reí y le dije algo así como: «la cosa no termina, acá viene otra más», y le pedí mi «mapita». Cuando me di vuelta, el otro chico estaba cerca y me preguntó de dónde era: «de Buenos Aires ¿y vos?». No había dudas que venía de Argentina, pero tenía un dejo raro en el acento, y por la cara, hubiera jurado que era gringo. Finalmente dijo: «en realidad vivo en Buenos Aires hace dos años, porque soy de Francia». Así conocí a Fred.

En este viaje aprendí que uno no se propone caminar con la gente que conoce, sino que el andar juntos surge naturalmente; son acuerdos tácitos, implícitos cuando uno inicia una charla, y que se prolongan cuando uno empieza a sentir que comparte cierto perfil con la otra persona.

El primer sendero que tomamos fue el que llevaba a la playa; llegado a un punto, se bifurcó en dos, y elegimos el primero, que subía al mirador. Cuando vi que Fred se quedaba parado en silencio, apoyado en la baranda, mirando la inmensidad del océano que nos rodeaba, me di cuenta que era de los míos. También caminaba lento en los senderos, y se detenía a mirar los pajaritos, o se preguntaba cuál sería la planta que teníamos delante. Era una persona que tenía esas mismas curiosidades que yo tenía, y que también tenía medios para responderlas, como yo. Definitivamente, éramos una buena dupla para andar por allí.

Al bajar del mirador nos fuimos por el sendero de la playa; había que atravesar una zona plana que estaba muy pantanosa. En un principio se podía buscar el lugar más adecuado pisando matas de pasto que aún no estaban tan sumergidas, pero después hubo que chapotear lisa y llanamente. Ese fue el pase a retiro en este viaje para mis viejas zapatillas de lona, pero no me iba a perder de llegar a la playa!! Fred me daba la mano para que pudiera hacer equilibrio mejor en los troncos con los que alguien intentó mejorar el paso, y de momentos, para equilibrarse él también. Ahí nos empezamos a reir juntos.

Caminamos por la playa, conmovía la extensión, la soledad. Kilómetros y kilómetros de arena bañada por las olas y la espuma, parecía que podíamos caminar hasta el horizonte… de hecho, caminamos un buen trecho compartiendo en silencio el sonido del mar, tan cerca del agua que vino una ola y tuvimos que salir corriendo. De repente, la arena formaba como un acantilado donde desembocaba un río, y ahí tuvimos que volvernos para adentro, entre las dunas, y reubicar nuestro sendero pantanoso. Desde los médanos, nuestra mejor referencia fue un grupo de gente que hacía equilibrio para pasar por el pantano. Mientras tanto, Fred me contaba cosas sobre las aves, y nos quedamos observando algunas.

Después tomamos el camino que llevaba hacia los senderos más lejanos. Al principio caminamos hablando poco, o dando los detalles básicos de nuestra existencia, que son los que salen en toda primera conversación: trabajo, estudio, carrera, hermanos; pero de a poco, caminando entre los helechos, los arrayanes, las matas de nalca, fuimos entablando una conversación más profunda.

Caminamos hasta llegar a un puente que tenía forma de bote y que cruzaba el río que nos impidió el paso por la playa. De nuevo nos metimos hacia la playa, y nos hicimos de un nuevo amigo: un perro pastor alemán que se fue derecho con Fred; y él se entretuvo tirándole un trozo de madera que el perro corría a buscar y devolvía a sus pies. Mientras, yo me perdía en una de esas tareas que hacen insoportable a un profesor de geografía como compañero de viaje: levantaba rocas metamórficas, las analizaba, se las explicaba, y él soportaba estoicamente mis clases, no se si por que no se animaba a cortarme por falta de confianza, o porque de verdad le interesaba. Cuando me pasó una lupa para ver mejor un esquisto, me incliné a creer en la segunda opción.

Finalmente nos sentamos en un tronco en la playa, en silencio, a mirar el mar. Podrían pasar horas sin que me canse de llenarme de esa inmensidad, sin hacer más que mirar. Cuando Fred preguntó: «¿en qué pensás?» no supe qué contestarle, porque de verdad no tenía noción de qué cosas habían pasado por mi mente en esos instantes. Entonces él me dijo: «yo pienso en lo chiquitito que soy… y cada vez me siento más chiquitito». Después siguió en tono menos filosófico: «qué te parece si en un ratito vamos a comer?»; al igual que yo, no tenía más comida que galletitas dulces en su mochila, y había echado el ojo a un negocio muy prometedor que vimos en el camino.

Los sándwiches de carne con tomate y palta fueron grandiosos, fue un lindo almuerzo, y me pareció que crecía una cierta complicidad entre nosotros. Volvimos al ingreso al Parque, a visitar el museo donde había ciertos relatos bastante graciosos del tiempo en que los primeros exploradores llegaron a Cucao. Caminamos hacia el lago, y al observar la vegetación que lo rodeaba, Fred dijo (con razón) que en Chiloé nadie se puede morir de hambre, porque la nalca crece por todos lados y en abundancia…

Y como cuando uno la pasa bien el tiempo vuela, íbamos a encarar el sendero de El Tepual cuando Fred me alertó de la hora: el micro de las 6, el que yo tenía que tomar, ya había pasado… Pese a que quedé en severo riesgo de quedar varada en Castro, me sentía despreocupada, tanto que dimos una vuelta por el lago y nos fuimos a sentar al borde del camino a esperar el micro de las 7.

Fue entonces cuando descubrimos que ambos emprendíamos la retirada de Chiloé al día siguiente, y en vista del lindo día que habíamos compartido, se me ocurrió proponerle que viniera a Puerto Varas en vez de quedarse en Puerto Montt. La idea le pareció muy buena, y quedamos en comunicarnos por mail. Todavía compartimos algunas charlas en el micro de regreso, hasta que se bajó en el cruce a Quellón, despidiéndose hasta el día siguiente.

Por mi parte, llegué a Castro tarde para el último micro del terminal rural; desde el minibús vi el terminal del Cruz del Sur: había un micro cargando. Salí corriendo por la calle de un terminal a otro justo cuando el micro venía saliendo. El cartelito de Ancud titilaba en el parabrisas. Casi desesperada le hice señas y me paró: era el último del día. Cuando llegué al hospedaje, Don Dago estaba en la esquina comentando con otro huésped que acababa de pasar el último micro desde Castro y que yo no había llegado. Cuando me vieron, me señalaron y me dijeron que ya estaban dispuestos a sacar el auto y a irme a buscar. Esa fue la calidez humana que me retuvo alojando en Ancud: hasta Castro hay más de 90 km.

Algunas fotos…

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La ruta de las iglesias

Dalcahue, Achao, Chonchi; Chile
14 de Enero de 2010

Iglesia de Dalcahue

Iglesia de Dalcahue

Antonella me dijo la noche anterior que me podía dejar en Dalcahue a la mañana siguiente si yo estaba lista antes de las 8, y no lo pensé dos veces. Viajé conversando con ella y con Pamela que iban hacia Rilán a ver un campo; son estas las cosas que hacen que un viaje que se encara en solitario no resulte tan solitario.

Dalcahue a las 9 y cuarto de la mañana estaba muy tranquilo, casi desierto. Aproveché de comprar provisiones para un posible almuerzo de camino (pan, queso y esos menesteres para hacerse sándwiches) y caminé por las calles, prestando atención a los frentes de tejuela de madera de las casas. En Puerto Varas eran diseños sencillos; en Chiloé tomaban formas verdaderamente muy originales. Luego me fui a la costanera, al puerto, al paseo artesanal, donde los vendedores comenzaban a armar sus puestos. Pude mirar tranquila, aprovechando que no había mucha afluencia de turistas.

Y me senté en la plaza un ratito, esperando que abrieran la iglesia para visitarla. De afuera tiene bien el estilo chilota, y adentro es sumamente sencilla… en parte yo pensé que iba a encontrar algo parecido a la iglesia de Castro. Tenía un pequeño museo, y lo visité antes de tomarme un minibús a Achao, donde está la que es considerada la iglesia más valiosa del conjunto.

Achao está en la la isla de Quinchao, así que el micro tuvo que subirse a un transbordador y cruzar un canal para seguir viaje. Pese a ser más pequeños que los que cruzan a Chacao (algo obvio por las dimensiones también más pequeñas del estrecho), los transbordadores son igual de potentes y sorprendentes: donde yo iba, cargó el minibús, dos camiones, una camioneta grua y un auto.

El micro me dejó en Achao, frente a la iglesia de madera que parecía despintada, vieja… pero ya en su pórtico las molduras de madera anticipaban lo que era su interior. Sigo prefiriendo la de Castro (¿será que fue la primera impresión?), pero hay que reconocer que es deslumbrante el templo de Achao. De estilo barroco, totalmente ornamentado, está construída sin un solo clavo: se usaron sólo tarugos de madera y encastres. Lo que más me sorprendió fue el trabajo que tenía en el techo de la nave central. Es la iglesia más vieja de Chiloé, data de principios siglo XVIII, aunque su torre fue reconstruída a principios del siglo XX. Se sabe que efectivamente fue construída por los jesuitas cuando hacían sus misiones circulares: establecían las iglesias como centro de reunión, y hacían un circuito en canoas visitándolas periódicamente a todas. Por eso están mayormente en las costas y dispersas entre las islas, a veces con un acceso bastante dificultoso.

Me apenó un poco el día tan nublado, porque cuando me acerqué a la costanera descubrí que el paisaje debía ser espectacular un día de sol. Había demasiada niebla que hacía borrosos los contornos de las islas inmediatamente enfrente. Así que di la vuelta por la feria de artesanos, donde finalmente conseguí una panera hecha según la cestería tradicional de Chiloé, y me pegué la vuelta.

Mi idea era volver a Castro y cruzar a la isla de Lemuy, donde está la iglesia de Puqueldón. Además, según me informaron en la oficina de turismo, tenía un parque muy lindo, hasta con una cascada. Bueno, finalmente no llegué por el tema de los horarios de los micros, se me fue por 15 minutos… así que eso es un factor del que hay que estar muy pendiente.

Entonces me fui a Chonchi, que era la última parada de mi itinerario a la vuelta de la isla Lemuy. No me animé a hacer dedo a Puqueldón. Conseguí dónde comer almuerzo y visité la iglesia, que está muy bien mantenida. Ya por fuera se ve muy alegre, y adentro han hecho obras estructurales que le dieron fortaleza, además de restaurarla en su totalidad. Se distingue por tener el techo pintado simulando el cielo nocturno estrellado, y tenía las columnas pintadas imitando los mármoles de Carrara.

Al rato estaba de nuevo Castro, y pese a lo espectacular del viaje, empezaba a sentir el cansancio en las piernas. Me tenté de ir al puerto, el sol estaba brillante como para volver tan temprano… pensé también pasar a ver si Stephanie estaba en su hospedaje, después de todo ese era su último día. Pero Castro era también tal mundo de gente que finalmente no aguanté: di una vuelta corta y me fui a refugiar a mi mate y mi gente en Ancud.

Cuando le comenté esto a Don Dago, me dijo: «niña, no son los días que dure el viaje, es tienes que empezar a mirar tu carnet», y se río.

Algunas fotos…

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Chiloé para descubrir

Castro y Queilen, Chile
13 de Enero de 2010

Castro 2010

Palafitos en Castro

Uno de los datos que uno encuentra primero cuando empieza a indagar para viajar a Chiloé es el camino de las iglesias; pero cuando uno llega allá se da cuenta que el archipiélago es un mundo para descubrir y que hay que dejarse sorprender. El chico del servicio de turismo de Ancud me lo dijo, y yo le hice caso.

El día que visité a Castro, llegué decidida a quedarme en Ancud y viajar diariamente hasta allí, pese al esfuerzo que eso significaba; prefería moverme yo a perder la calidez del hostal de Don Dago y la señora Luti. Viajé una hora y me encantó el paisaje trabajado que se percibía desde el micro. La mayor parte del paisaje en Chiloé es ondulado y está salpicado de campos cultivados, campos para el ganado, una casa aquí, otra allá, tramos de bosques, «ríos» que son entradas de mar…

Salí del terminal rural y llovía; lo primero que vi de la ciudad fueron las torres de la iglesia, así que salí corriendo para allá por dos motivos: podría ponerme a resguardo y tendría un punto fijo y ubicable en un plano para empezar a orientarme.

El edificio de afuera no decía mucho, se veía bastante derruído. ¡Media sorpresa me pegué al entrar! Me encontré con una iglesia gótica, con sus arcos de medio punto, las bóvedas con tirantes, cúpulas… todo hecho en madera. La combinación era sobrecogedora, muy cálida pero a la vez muy impresionante ver toda esa estructura de madera cuando uno acostumbra verlas de cemento. Así que la recorrí lentamente, disfrutando cada rincón, cada moldura.

La Iglesia de Castro, como otras 15 en el archipiélago, son Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO; esto hace que estén un poco deterioradas por fuera, ya que para restaurarlas el tramiterío necesario va mucho más lento que el deterioro del clima con tanta lluvia. En parte está bueno, uno las ve vetustas por fuera y la sorpresa está adentro, como me pasó en Castro.

Al salir ya no llovía, así que me fui al museo, que estaba muy lindo organizado. Me familiaricé con las costumbres de la isla, con su historia, con ciertos episodios como el omnipresente terremoto de 1960…

Partí entonces a la costanera. Castro está ubicada en una punta rodeada por el fiordo de Castro; la panorámica es muy linda desde la costanera que pega la vuelta, y al llegar al puente Gamboa se contemplan los palafitos, esas viviendas construídas sobre pilotes en las épocas del auge de la explotación maderera. Ese es el único punto en que se pueden apreciar desde tierra.

Desde allí subí a la plaza, hice un paso fugaz por la información turística donde me aconsejaron muy eficientemente y me dieron más folletos que ayudaran a programar mi día. Las iglesias de Nercón y Vilupulli estaban muchas veces cerradas al público, además de estar ubicadas en zonas sin más atractivo turístico que la iglesia. Lo mismo pasaba con Rilán, que es una comunidad rural donde además tampoco hay transporte público tan fluído. Di una vuelta por el paseo de los artesanos y por el puerto, y opté por Queilen, uno de los lugares que el chico de Ancud me dijo: «tenés que visitar, no te digo nada más, descubrilo vos».

El viaje ya de por sí fue un paseo, porque se veía toda la costa recortada, con los barcos, las salmoneras, y hasta vi la iglesia de Chonchi. Y llegué a Queilen en una tarde gris… pero dispuesta a caminar con gusto por la playa.

Me detuve un rato en el muelle a mirar el panorama, comí unos duraznos, me saqué unas fotos. Queilen es una punta donde las calles principales cruzan de lado a lado, conectando dos playas; de modo que uno puede caminar hasta el faro y pegar la vuelta, apareciendo por el otro lado del pueblo. A causa del mal tiempo, la playa estaba desolada y solitaria, así que llegué hasta el faro pero no me animé a pegar la vuelta completa, sino que retrocedí sobre mis pasos, más cerca del agua, recolectando las conchillas de mariscos que encontré.

Pero la caminata de Quemchi pesaba, así que emprendí el retorno de más de dos horas hasta Ancud. Pero cuando llegué a la calidez de mi hostal, me di cuenta que había tomado la decisión correcta al quedarme.

Algunas fotos…

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