Cucao, Chile
15 de Enero de 2010
Parque Nacional Chiloe
Cuando la noche anterior en el hostal me preguntaron si al día siguiente iba a ir a Cucao, dudé de mi respuesta. Ya estaba vacilante, pensando en dejarlo para una visita futura porque cada día me pesaban más las caminatas. Me dijeron que era espectacular la vegetación, que no me lo podía perder, y gracias a Dios lograron persuadirme: Cucao fue uno de los mejores días del viaje.
Una de mis dudas sobre si ir o no a Cucao era la distancia: desde Ancud era el viaje más largo, y si quería caminar todo lo que se debía caminar en el Parque Nacional para aprovecharlo, tenía que salir temprano. Conclusión: me levanté muy temprano, y antes de las 8 ya iba camino a la terminal municipal. Llegué a Castro con los minutos justos como para enganchar el micro a Cucao, que salía 9.30. Como siempre, me fijé previamente en un mapa cómo era la ruta para elegir mi asiento y quedar con la ventanilla que miraba al Lago Huillinco. Una vez más, la vista desde el micro valió el viaje.
La mayoría de las personas del minibús se bajaron, como yo, en el Parque Nacional. Siempre dejo que se vayan todos para quedar tranquila, así que me puse al final de la cola. Adelante mío, un chico se anotó en el libro de visitantes como procedente de Argentina y pidió en tono porteño: «¿me daría un mapita?». Como el boletero se rió y dijo: «cuántos argentinos hay hoy día!!», me reí y le dije algo así como: «la cosa no termina, acá viene otra más», y le pedí mi «mapita». Cuando me di vuelta, el otro chico estaba cerca y me preguntó de dónde era: «de Buenos Aires ¿y vos?». No había dudas que venía de Argentina, pero tenía un dejo raro en el acento, y por la cara, hubiera jurado que era gringo. Finalmente dijo: «en realidad vivo en Buenos Aires hace dos años, porque soy de Francia». Así conocí a Fred.
En este viaje aprendí que uno no se propone caminar con la gente que conoce, sino que el andar juntos surge naturalmente; son acuerdos tácitos, implícitos cuando uno inicia una charla, y que se prolongan cuando uno empieza a sentir que comparte cierto perfil con la otra persona.
El primer sendero que tomamos fue el que llevaba a la playa; llegado a un punto, se bifurcó en dos, y elegimos el primero, que subía al mirador. Cuando vi que Fred se quedaba parado en silencio, apoyado en la baranda, mirando la inmensidad del océano que nos rodeaba, me di cuenta que era de los míos. También caminaba lento en los senderos, y se detenía a mirar los pajaritos, o se preguntaba cuál sería la planta que teníamos delante. Era una persona que tenía esas mismas curiosidades que yo tenía, y que también tenía medios para responderlas, como yo. Definitivamente, éramos una buena dupla para andar por allí.
Al bajar del mirador nos fuimos por el sendero de la playa; había que atravesar una zona plana que estaba muy pantanosa. En un principio se podía buscar el lugar más adecuado pisando matas de pasto que aún no estaban tan sumergidas, pero después hubo que chapotear lisa y llanamente. Ese fue el pase a retiro en este viaje para mis viejas zapatillas de lona, pero no me iba a perder de llegar a la playa!! Fred me daba la mano para que pudiera hacer equilibrio mejor en los troncos con los que alguien intentó mejorar el paso, y de momentos, para equilibrarse él también. Ahí nos empezamos a reir juntos.
Caminamos por la playa, conmovía la extensión, la soledad. Kilómetros y kilómetros de arena bañada por las olas y la espuma, parecía que podíamos caminar hasta el horizonte… de hecho, caminamos un buen trecho compartiendo en silencio el sonido del mar, tan cerca del agua que vino una ola y tuvimos que salir corriendo. De repente, la arena formaba como un acantilado donde desembocaba un río, y ahí tuvimos que volvernos para adentro, entre las dunas, y reubicar nuestro sendero pantanoso. Desde los médanos, nuestra mejor referencia fue un grupo de gente que hacía equilibrio para pasar por el pantano. Mientras tanto, Fred me contaba cosas sobre las aves, y nos quedamos observando algunas.
Después tomamos el camino que llevaba hacia los senderos más lejanos. Al principio caminamos hablando poco, o dando los detalles básicos de nuestra existencia, que son los que salen en toda primera conversación: trabajo, estudio, carrera, hermanos; pero de a poco, caminando entre los helechos, los arrayanes, las matas de nalca, fuimos entablando una conversación más profunda.
Caminamos hasta llegar a un puente que tenía forma de bote y que cruzaba el río que nos impidió el paso por la playa. De nuevo nos metimos hacia la playa, y nos hicimos de un nuevo amigo: un perro pastor alemán que se fue derecho con Fred; y él se entretuvo tirándole un trozo de madera que el perro corría a buscar y devolvía a sus pies. Mientras, yo me perdía en una de esas tareas que hacen insoportable a un profesor de geografía como compañero de viaje: levantaba rocas metamórficas, las analizaba, se las explicaba, y él soportaba estoicamente mis clases, no se si por que no se animaba a cortarme por falta de confianza, o porque de verdad le interesaba. Cuando me pasó una lupa para ver mejor un esquisto, me incliné a creer en la segunda opción.
Finalmente nos sentamos en un tronco en la playa, en silencio, a mirar el mar. Podrían pasar horas sin que me canse de llenarme de esa inmensidad, sin hacer más que mirar. Cuando Fred preguntó: «¿en qué pensás?» no supe qué contestarle, porque de verdad no tenía noción de qué cosas habían pasado por mi mente en esos instantes. Entonces él me dijo: «yo pienso en lo chiquitito que soy… y cada vez me siento más chiquitito». Después siguió en tono menos filosófico: «qué te parece si en un ratito vamos a comer?»; al igual que yo, no tenía más comida que galletitas dulces en su mochila, y había echado el ojo a un negocio muy prometedor que vimos en el camino.
Los sándwiches de carne con tomate y palta fueron grandiosos, fue un lindo almuerzo, y me pareció que crecía una cierta complicidad entre nosotros. Volvimos al ingreso al Parque, a visitar el museo donde había ciertos relatos bastante graciosos del tiempo en que los primeros exploradores llegaron a Cucao. Caminamos hacia el lago, y al observar la vegetación que lo rodeaba, Fred dijo (con razón) que en Chiloé nadie se puede morir de hambre, porque la nalca crece por todos lados y en abundancia…
Y como cuando uno la pasa bien el tiempo vuela, íbamos a encarar el sendero de El Tepual cuando Fred me alertó de la hora: el micro de las 6, el que yo tenía que tomar, ya había pasado… Pese a que quedé en severo riesgo de quedar varada en Castro, me sentía despreocupada, tanto que dimos una vuelta por el lago y nos fuimos a sentar al borde del camino a esperar el micro de las 7.
Fue entonces cuando descubrimos que ambos emprendíamos la retirada de Chiloé al día siguiente, y en vista del lindo día que habíamos compartido, se me ocurrió proponerle que viniera a Puerto Varas en vez de quedarse en Puerto Montt. La idea le pareció muy buena, y quedamos en comunicarnos por mail. Todavía compartimos algunas charlas en el micro de regreso, hasta que se bajó en el cruce a Quellón, despidiéndose hasta el día siguiente.
Por mi parte, llegué a Castro tarde para el último micro del terminal rural; desde el minibús vi el terminal del Cruz del Sur: había un micro cargando. Salí corriendo por la calle de un terminal a otro justo cuando el micro venía saliendo. El cartelito de Ancud titilaba en el parabrisas. Casi desesperada le hice señas y me paró: era el último del día. Cuando llegué al hospedaje, Don Dago estaba en la esquina comentando con otro huésped que acababa de pasar el último micro desde Castro y que yo no había llegado. Cuando me vieron, me señalaron y me dijeron que ya estaban dispuestos a sacar el auto y a irme a buscar. Esa fue la calidez humana que me retuvo alojando en Ancud: hasta Castro hay más de 90 km.
Algunas fotos…
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