A la hora de votar

No sé por qué será que cada vez me cuesta más votar. Será que cada vez más siento que nadie colma mis expectativas, será que estoy totalmente desencantada… Mis convicciones me indican a quién no votar, y lamentablemente siento que cada vez uno elige por quién es el menos peor que quién es el que verdaderamente nos satisface. Y si bien soy consciente de que la democracia no es perfecta pero que es el mejor sistema que tenemos, y que mucho dolor nos llevó llegar al derecho del voto, ya van dos veces que quedo en la encrucijada de no aceptar a ningún candidato en lo absoluto… y se me viene la tercera. Demás está decir que no me ayudan las presiones familiares, porque mi padre todavía cree que tenemos que votar en bloque y que tiene la potestad de juzgar nuestros votos solo porque tiene más años de mundo que nosotros.

Lo cierto es que la política me gusta, pero siento un desánimo creciente sobre todo ante cada elección. Es en esos momentos en los que recuerdo una de las teorías que estudiaba cuando estaba en el ciclo básico de la universidad. Me tocó rendir ciencia política, y al leer este texto me sentí profundamente identificada en muchos aspectos y entendí que es un fenómeno que no me sucede sólo a mí, sino que es motivo de análisis.

Las teorías económicas de la política

Surgidas a mediados de los años 50 en Estados Unidos, estas teorías están centradas en un conjunto de afirmaciones muy simples que les sirven para construir modelos económicos de análisis político. El arquetipo de estos modelos es el homo oeconómicus, orientado racionalmente a maximizar sus beneficios en un a sociedad que perciben como atomística. En estrecha relación con el utilitarismo, para esta corriente el individuo es un ser racional y egoísta, en continua competencia con otros, que busca en ese intercambio obtener el placer y evitar el dolor, maximizando la primera de esas situaciones en la medida de lo posible. Desde esta percepción, la unidad central de análisis sobre el comportamiento político es el individuo aislado, y las conductas individuales son explicadas mediante nociones como las de cálculo, objetivo y conducta racional, tomadas de la economía neoclásica.

El primer teórico de esta corriente fue Schumpeter, quien planteó una teoría competitiva de la democracia: este sistema de gobierno se caracteriza por la libre competencia entre las elites por el voto popular. Schumpeter critica a la noción de la democracia del siglo XVIII, concebida como un sistema institucional de gestación de las decisiones políticas que realiza el bien común, dejando al pueblo decidir por sí mismo las cuestiones mediante la elección de los individuos que han de congregarse para llevar a cabo su voluntad. Según él, no existe el bien común unívocamente determinado, en el que todo el mundo pueda estar de acuerdo. Esto se debe a que para los distintos individuos y grupos, el bien común ha de significar cosas necesariamente distintas. Lo que percibe es que en la compleja sociedad de masas de nuestro tiempo difícilmente se pueda llegar a una homogeneidad de valores, y esto hace imposible la determinación unívoca de un bien común válido para todos. Al desaparecer la idea del bien común, desaparece también la de la voluntad general.

El interés central de este tipo de análisis no lo constituyen entonces los valores sociales que dan sentido a una comunidad política, sino el individuo aislado. Como consecuencia, los hechos sociales y políticos son explicados  como la consecuencia de conductas acentuadamente individualistas y egoístas. Es el egoísmo individual y no la solidaridad social lo que guía la conducta política del ciudadano. Los ciudadanos, en tanto individuos aislados, están desinformados por el costo en tiempo y pérdida de descanso que significa para ellos la participación política. El debilitamiento del sentido de la responsabilidad y la falta de voluntad efectiva explican la ignorancia del ciudadano corriente y la falta de juicio en cuestiones de política nacional y extranjera, que son más sorprendentes en el caso de personas instruidas, dice Schumpeter. Éstas no se preocupan por digerir la información, y se impacientan ante una argumentación larga o complicada. Queda de manifiesto así que sin la iniciativa de la responsabilidad directa persistirá la ignorancia política, aún cuando el público disponga de la información más abundante y completa.

Es por ello que Schumpeter define al método democrático como aquel sistema institucional, para llegar a decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una lucha de competencia por el voto del pueblo. Así, son los líderes y no el pueblo los que protagonizan la política, y su importancia está dada tanto por su capacidad de mando como por su talento para motivar la voluntad popular, transformándola en un instrumento de la acción política. El pueblo no gobierna, sino que se limita a crear un gobierno a través de un acto individual, el voto, en las elecciones. Éstas son las que permiten seleccionar un líder o grupo de líderes, en sentido prospectivo, y quizás poder controlar su gestión en las siguientes elecciones, en un sentido retrospectivo.

Se crea así una analogía directa entre la competencia política y la competencia económica, que asocia la imagen del líder político a la del empresario y la de los electores a la de los consumidores. El modelo teórico que Schumpeter elabora es el de la competencia oligopólica: la competencia política está reducida a las opciones realmente existentes en el sistema de partidos. Esta elite gobernante no está compuesta por un bloque estable y homogéneo de intereses, sino por constelaciones de grupos de interés que entran en coalición o conflicto según las áreas decisionales en las que les toca actuar.

En cuanto a la información que orienta la toma de decisiones del votante-consumidor, enuncia su “ley de la racionalidad decreciente”: los individuos proceden con cada vez menos racionalidad a medida que las situaciones sobre las que deben informarse para decidir se hacen más lejanas y abstractas; tienden por eso a estar sometidos a impulsos, prejuicios y sugestiones extrarracionales, que perturban la concreción racional de los objetivos políticos. De esta manera, la conducta política es por lo general una respuesta a las iniciativas de los líderes políticos, apoyada más en estímulos o identificaciones emotivas que en análisis racionales de la situación política. Pese a ser racionales, los electores tienden a ser desinformados y apáticos, siendo esa la razón que permite que sean manipulados por las imágenes y estímulos producidos por sus líderes políticos.

Un discípulo de Schumpeter, Anthony Downs, profundizó estos análisis. Para él, es erróneo identificar la función de gobierno con la maximización del bienestar social, porque tanto el mercado como el gobierno se rigen por las mismas reglas del juego. Para fundamentar esta postura, Downs parte de una serie de axiomas indiscutibles.

1. Un partido político es un equipo de individuos que busca obtener los cargos gubernamentales que les permitirán gozar de la renta, el prestigio y el poder que trae consigo el ejercicio de esos cargos. Tanto el individuo que integra el partido como el que vota se comportan de manera “racional”, entendiendo que la racionalidad política equivale a la eficiencia económica. Consiste entonces en que los beneficios marginales sean mayores que los costos marginales para el individuo que toma la decisión. No estamos ante ciudadanos solidarios: en la política como en la economía, cada uno busca minimizar el empleo de los recursos escasos y maximizar los beneficios a obtener. El gobernante es percibido como un empresario que vende políticas públicas a cambio de votos, debiendo afrontar la competencia de otros partidos. Que el gobierno maximice o no el bienestar social depende de cómo esa dura competencia influye sobre su comportamiento: ya no es visto como un fin último de la política sino como una táctica coyuntural que utilizan los gobernantes para conquistar el mercado político.

2. Los ciudadanos ejercitan el mismo tipo de cálculo racional cuando les toca elegir el gobierno que más los beneficie. El factor que más influye sobre ellos no son las promesas proselitistas, sino su real comportamiento durante el período inmediatamente anterior. De este modo los individuos deciden cómo votar comparando la utilidad que realmente les ha producido en ese período el accionar del partido gobernante con la utilidad que hubieran podido recibir en el caso de que los partidos de la oposición hubieran estado en el poder. Pero, como vimos, la falta de una completa información para fundamentar las decisiones obstaculiza la decisión racional del votante, que no tiene una adecuada percepción de la fiabilidad de las distintas ofertas políticas que se disputan su voto, situación que lo deja en un alto grado de incertidumbre sobre como orientar el mismo.

La política democrática responde a esa falta de información a través de las mediaciones. En primer lugar están los persuasores, es decir, los individuos que por su posición social o su presencia relevante en los medios masivos de comunicación están en condiciones de influir políticamente sobre otros individuos. Para hacerlo les brindan una visión de conjunto de la política seleccionando ciertos hechos subjetiva y parcialmente, para de esta manera  poder realizar un balance positivo de la acción gubernamental que permita orientar en su favor al voto dubitativo. Así, a través de la mediación, los políticos informan a la ciudadanía. En segundo término encontramos a los encuestadores, que al sondear la intención de voto  o la receptividad de la ciudadanía ante determinadas políticas, permiten que los partidos se informen sobre las expectativas de esa ciudadanía para de este modo poder reorientar de manera utilitaria sus políticas en caso de ser necesario. De esta manera, la ciudadanía informa a los políticos.

¿Qué sucede con las ideologías partidarias? Para Downs, éstas son las que permiten destacar las diferencias existentes entre los partidos que compiten electoralmente para controlar el gobierno. Dado que el costo de la información es muy alto para los votantes, su conocimiento imperfecto de la acción del gobierno hace que éstos decidan su voto comparando ideologías en lugar de comparar políticas gubernamentales. Esto hace que cada partido tenga que “inventar” una ideología que le permita atraer votos y una vez que la ha colocado en el mercado electoral ya no puede abandonarla. Las ideologías se convierten en el mensaje publicitario que permite “vender” exitosamente una política. Así, las ideologías no son los fines que orientan la política sino los medios necesarios para obtener éxitos electorales que permitan mantener u obtener el gobierno, maximizando las ganancias de los integrantes del partido al permitirles acceder a los beneficios que supone el control del aparato gubernamental. En otras palabras, los partidos no se guían por la búsqueda de la concreción de grandes principios ideológicos sino por los intereses individuales y egoístas de sus miembros. Que estos intereses individuales promuevan acciones políticas que desemboquen en el bienestar social es una consecuencia no obligada de la competencia electoral entre los partidos.

3. Cualquier acto es racional siempre que el ingreso marginal que produzca sea mayor que su coste marginal. El ciudadano requiere información para decidir a qué partido va a votar y qué grupos de presión va a integrar para poder influir de ambas maneras sobre las políticas gubernamentales. En el primer caso, votar correctamente significa para el votante obtener beneficios si apoya al partido que realmente le proporciona mayor utilidad. Pero esta expectativa choca con una dura realidad: para que su voto sea eficaz, debe ser realmente decisorio en la elección, de lo contrario, el votar correctamente no produce utilidad alguna. Pero como la posibilidad de que el voto individual resulte ser decisivo es ínfima; como la probabilidad de que su voto determine qué partido va a gobernar es tan remota que para el ciudadano el costo de procurarse información, de sumergirse en el debate político, será siempre mayor que el beneficio que le produzca el hecho de votar. La consecuencia es entonces la apatía cívica, la escasa participación política de la ciudadanía. Esta ignorancia política no es consecuencia de una actitud poco patriótica y apática: es más bien la respuesta racional a los hechos de la vida política. Los beneficios obtenibles para una ciudadanía bien informada son, en los hechos, indivisibles. Esto hace que el individuo minimice racionalmente el costo de informarse políticamente, pues su voto individual no gravita sobre los beneficios que pueda depararle una elección, dado que es uno entre millones y asimismo porque los beneficios que se obtengan comprenden a todos, aún a los que no votan.

Si bien estas teorías estaban pensadas para América Anglosajona, donde el voto es voluntario (y donde explican por qué los votantes no votan), en países como el nuestro donde el voto es obligatorio también tienen un gran potencial explicativo al permitir dilucidar los mecanismos que permiten al votante llegar a una decisión y las subjetividades que se ponen en juego a la hora de votar. Personalmente, me ha traído un poco más de calma a la irresponsabilidad que siento de mi parte cada vez que debo cumplir con el deber cívico.

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